Con el
tiempo se fue convirtiendo en un texto de fantasmas. Si viviera el autor se sentiría,
quizás, libre y transparente. Ya no estaba en su lenguaje la presencia firme de
los zapatos ni las botas. Las habitaciones no guardaban más el aroma de los
cuerpos en su desnudez, no había ecos de gemidos ni pensamientos peligrosos que
atentaran contra el muro de las costumbres.
Era un
texto flotante, mercurial para los caprichos de las mentes aturdidas. Ya nada
podían hacer las cabezas que se sacudían frente a los abismos de todas esas
ventanas cubiertas con espesas telas de araña. Ya esas cabezas sólo esperaban
la espada del samurai que se levantaría y vendría desde el más allá para
clausurar la visión de los paisajes límpidos, pletóricos de aromas y colores.
El autor
ya podía despedirse sin remordimientos de lo que otros habían entendido o
creído comprender sobre sus historias. Ya podía cerrar todas las puertas de su
realidad y abandonarse al silencio y al abandono. Oscuridad. Nada más que
oscuridad se impondría para el autor; pesada oscuridad sobre lo que en otra
época le había sido otorgado: muro limpio y amplio. Ahora nada, ni siquiera cal
estaba en la piel de sus dedos para pintar en lomos de la bruma su vergüenza.
Oscuridad. Nada más que oscuridad. En esta
atmósfera el fantasma echó a correr la existencia de los mercuriales ríos en el
texto.
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