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miércoles, 24 de abril de 2013

Presencias




Número equivocado
                               Pero la voz
Apretar las sienes
                              Esa voz raspando
Hasta el desasosiego
Porque otra vez el mensaje
                                La sombra a un lado de la cara
El animal cayendo en la orilla de la mesa
                                                Algo ocurrirá

Número equivocado
                                     El mensaje radica en eso
Presencia indefinida
                                     Objetos que caen ((( o vuelan)))
A  un lado de la cara
                                    La mancha en la camisa
El estruendo de vidrios
Olor a sangre
A polvo
Cuerpo abandonado

La voz
Otra vez la voz
Raspando
Raspando

Número equivocado



viernes, 19 de abril de 2013

Como perro en las noches





para P G B



Me parece que fue a los once años que comenzaste a existir. Fue con una bata tinta que entraste al mundo por primera vez. El Negro Celis los quería a todos uniformados, y tú no fuiste la excepción. De hecho, tu existencia cobró más fuerza, cuando el Negro Celis te bautizó con el nombre de Tarzán. Tú nada sabías de Burroughs ni de nadie más importante que tú. Eras tan importante que todo el día llevabas puesta la bata tinta; hasta para dormir la llevabas. Y tu madre no podía decirte que te la quitaras porque bien sabía que de esa bata dependía tu existencia.

            Ahora tu madre ha muerto, y del Negro Celis sólo supiste que se llamaba Francisco, que era hermano de una familia que tenía varias fábricas de calzado. Tú eras el embarrador de punteras y taloneras cuando te dieron la bata tinta, y luego fuiste el pespuntador de chinelas, y ya cuando ibas a ser el “maistro” de sección, te fuiste a otra parte. Soñabas con ser músico de rock o de blues (Hendrix y BB King eran tus ángeles de la guarda), y por eso te fuiste de mojado hasta Nueva York, y luego bajaste y te deslizaste hasta llegar a San Francisco. Pero el whisky y la ginebra te pusieron a ver otro mundo que el que habías soñado. Estuviste en prisión varios meses –casi dos años-, y hasta que te exprimieron, o mejor, hasta que hicieron que pagaras tu falta, te devolvieron por el lado de Tijuana.

            Ahora ya no sabes ni dónde está el sur ni el oriente. Todo lo más que te habita en el cerebro son ritmos y nubes donde permanecen tus pensamientos flotando (todo el día) como hojas quebradizas. Ya no hay bata tinta ni Tarzán que te devuelva la dicha de existir. Las ilusiones se te perdieron o te abandonaron hace mucho tiempo. Vivir se te ha vuelto un terreno lleno de arenas movedizas. Te aterra estornudar, por temor a hundirte todavía más, pero al mismo tiempo quisieras que se abriera la tierra debajo de tus pies.

Sin dedos para pulsar el bajo y sin dientes para comer la torta, para qué diablos seguir echando sombra a las cosas. Ahora ni te imaginas que eres parte de una estadística, ni te imaginas que eres parte de los números que cuentan la cantidad de topos que sobreviven en los agujeros, bajo los puentes, o también junto a basurales, en la frontera norte. Lo único que sabes es silbar con el magín –pues sin dientes no hay modo de lograrlo-, pero hasta esto se te está volviendo cada vez más indeseable. 

Ahora sólo esperas a que llegue la noche para escurrirte por allí y tragar lo que puedes conseguir en las calles. Para la estadística eres topo, para ti mismo, no eres más que un perro hurgando en las bolsas de desperdicios.




viernes, 12 de abril de 2013

Las horas de M








Todo era posible, aunque nada acabara –o también porque nada acababa- siendo como había sido pensado.

Fue por eso mismo que M renunció a levantarse, como lo había hecho cada mañana desde hacía tantos años.

No tiene sentido hacer lo que a nadie le importa en absoluto –había dicho M-. Al final de cuentas todo lo que uno hace acaba convertido en polvo.

Pero en otro tiempo, M había sido el paradigma familiar de la positividad y el optimismo a prueba de noticias diarias, nefastas. Las crisis económicas, por ejemplo, le daban gusto, porque pensaba que con ellas se podía hacer mucho más que llanto o pataleo a todas horas. Creía que el hombre tenía todo lo necesario para alcanzar a conocer no sólo el futuro sino el infinito. Respecto de la violencia en tantas partes del mundo, consideraba que era un mal socialmente necesario, y por esto mismo inevitable.

La felicidad está todo el tiempo en tus manos –afirmaba M en aquellos días de intensos entusiasmos-. Sólo necesitas ponerte a cultivarla según tu estilo y personalidad.

No se lanzó a escribir libros de autoayuda porque creía más en la acción y en la palabra directa; pero de haber escrito todos aquellos pensamientos, tal vez ahora, en esta misma tarde de junio, estaría viendo las aguas del mar caribe desde una amplia terraza - muy contento de las ventas de sus libros-, con música de fondo, con vino blanco fresco al lado suyo y revisando los mensajes que le llegarían a su teléfono inteligente.

Pero el optimismo de M que lo había llevado a afirmar que el hombre era más de lo que el mismo hombre pensaba de sí mismo, acabó abandonándolo el mismo día en que vio su verdadero rostro en un espejo. Experimentó todas las horas punzando en esa zona inaccesible que se llama inconsciente. Descubrió a quien nunca se había imaginado que había debajo de esa piel.

Ese mismo día encontró los desfazamientos y las incongruencias por los que la vida se iba todo el tiempo y que él nunca había creído que así ocurría desde siempre. En esa misma tarde se dejó caer sobre la cama y no se levantó de allí por varios días. Y así permaneció adentro de la casa sin abandonarla jamás.

Después de varias semanas, su mujer dejó de hacer preguntas que él ni siquiera escuchaba. “Muérete como un perro”, le dijo ella, exasperada porque M ni siquiera abría los ojos para verla. De no ser por los hijos -todos ellos con negocio propio- ni M ni su mujer habrían continuado viviendo en esa casa tan grande y tan visitada por tantos amigos en otros años.

Desde entonces la mujer de M ha preferido pasarse las horas en casa de alguno de sus hijos, y regresar hasta en la noche y entrar a la habitación y estar segura de que aún sigue respirando M. 

viernes, 5 de abril de 2013

En lo más hondo









         
Lo quería todo. Rápido.
Y siempre el primero.
A todas horas el primero.
Vivía con la lengua de fuera.
Vivía con los ojos llenos de ansias.

En el otro lado el ritmo era otro.
Otros, también, eran los tiempos.
Nada llevaba necesariamente
A buscar la medalla del otro lado.
Con el punto y aparte se podía alcanzar
La calma temprano,
Muy temprano en la mañana.

Aparecía el viejo: el mismo que lo quería todo.
Por todas partes se paseaba con el descapotable rojo.
En la noche paseaba en carro negro, grande,
Y buscaba entrar en todas partes con la sonrisa.
Quienes lo veían se hacían los sordos, y ciegos,
Y se hundían como trapos en la noche.

Del otro lado el viaje iba con rumbo a ninguna parte.
Había barrancos ásperos, es cierto,
Por los que se podía alcanzar el no lugar,
Es decir, el acallamiento y la desmemoria.
Y esto era bueno, como el hecho mismo
De que no hubiera alguien.

)  )  )   )   )    )     )    )      )      )          )              )                  )

Era real el descontrol que acontecía entonces:
La pérdida de lo que nunca iba a ser
Flotaba sobre tantos cuerpos.
Para esa hora y ese día: el viejo habría muerto
En lo más hondo de la madrugada.
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No había espacio

quería sonar como a eco de palabras sueltas como a sensaciones que se intensifican y  desaparecen  en el infinito tiempo no había espacio ni...