En el
poema estaba prefigurada su muerte. Cada verso poseía el relato de su hora
última. Entre las sílabas, el ritmo de la respiración iba dejando sentir la desaparición
definitiva, el oscurecimiento hecho con pensamientos que llegaban de
incontables sueños.
La noche
en que había surgido el eco de esas palabras en su pecho, fue noche de
abundante lluvia. Tal vez imaginaba que era sólo el ruido de la tormenta el que
no lo dejaba dormir. Lo cierto era que estaba la muerte preparando la trampa, y
era ésta una composición imposible para ser ignorada por el insomne.
Se levantó
y fue a sentarse en el rincón de la sala. Encendió la lámpara. El cielo se
iluminó con sucesivos relámpagos. Antes de abrir la libreta, se puso a escuchar
las voces que habían surgido desde la mañana de aquel día. Escuchó y vio, o
mejor, imaginó con las voces lo que la muerte estaba dictando sentada en su
sombra. Cuanto más impresionantes eran las imágenes, más fuerte era la
necesidad de atrapar lo que estaba sonando adentro de la mente.
Hasta que
la lluvia cesó, hasta entonces abrió la libreta y se puso a escribir el poema. Fue
un poema construido en trece versos. En él estaban perfectamente asimilados los
ecos compuestos por la muerte.
Instantes
de vida, había creído el insomne. Pero lo cierto era todo lo contrario.
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