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viernes, 16 de agosto de 2013

BAJO LAS ESTRELLAS



(((fragmento de una novela que empezó hace varios años)))

1

Llegamos en autobús rentado a Puerto Vallarta. Durante todo el camino veníamos bebiendo latas de cerveza. Todos los amigos echando el grito y fumando hasta llenar el autobús de humo. Llegamos como a eso de las dos de la tarde de un miércoles. Creo que era mayo, o tal vez junio. Era una tarde caliente, sin viento y sin nubes en el cielo. Después de parar el autobús en la plaza del pueblo, todos nos desparramamos para buscar la diversión.

Yo quería seguir bebiendo hasta el vómito. Llevaba la guitarra metida en el estuche negro, viejo, que me había regalado Paco. Hace tanto tiempo de eso. Caminaba a orillas de la playa e iba viendo los restaurantes, las palapas y la sombra estirada de mi cuerpo flaco, que se arrastraba sobre la brillante arena, bajo algunos gritos y entre bañistas que saltaban para evitar la quemazón y el ardor que les entraba por los pies.

 Al poco tiempo de ir sacudiendo la cabeza para echar lejos el sudor que me empapaba hasta los sesos, descubrí a una mujer morena que bailaba en el centro de una pista de madera. Se movía acentuando las curvas de su cuerpo bajo las aspas de un abanico blanco, adentro de un vaporcito hecho con esa quieta luz que llegaba de los resplandores del afuera.

Me acerqué hasta detenerme en el barandal de madera oscura. Creo que el lugar se llamaba el Dragón Rojo. La morena continuó bailando y sonriendo hacia donde me encontraba. No recuerdo qué canción estaba sonando mientras ella bailaba con su blusa anaranjada y su pantalón claro. Sólo recuerdo que mostraba muy contenta, muy risueña, la brillante piel de su espalda. También recuerdo el color de su blusa y los cordones en que la traía amarrada atrás de su cuello, y lo ajustado de sus pantalones blancos en que se transparentaba el color marino de sus bragas. No había sostén, y el sudor había hecho que los pechos se pegaran a la tela anaranjada de la blusa. Bailaba sin zapatos. El color de las uñas de sus pies también lo recuerdo, y el corto pelo negro con que se pintaba la redondez de su cabeza, y sus ojos grandes, y sus labios gruesos, y sus dientes blancos, blanquísimos como la brillante arena.

-¿Quieres bailar conmigo? .-se me acercó diciendo la morena.

Sin pensarlo mucho, le entregué el estuche, y al instante salté el barandal con todo el entusiasmo que me daba la edad y por todas las latas de cerveza que había estado bebiendo poco tiempo antes. Después fui a dejar la guitarra en una de las  mesas próximas a la barra y me puse a bailar al ritmo que lo hacía ella. Todo su cuerpo olía a ajo y a cebollas, a perfume rancio, a tabaco y a licor. Después de acabar la cumbia, me dijo en un susurro:

-¿Tienes mariguana?

Contesté que no.

-¿De veras no tienes ni un cigarrito?

-Vine con algunos amigos –le dije-. Me parece que uno de ellos trae un poco.

Salimos del Dragón Rojo por la puerta trasera. Me dijo que se llamaba Lázara y que había actuado en varios programas de una serie de televisión: “La criada bien criada”, que lo suyo era cantar y bailar salsa, que había nacido en Cuba pero que se había salido de la isla desde  hacia varios años.

-¿Y tú? –me preguntó.

Le dije que me llamaba Julio, que vivía en Zapopan y que estudiaba psicología.

Enseguida me preguntó la edad.

Le exageré la cifra de años para hacerme pasar por mayor.

-¿De veras tienes 21? –preguntó abriendo más sus enormes ojos color canela.

No pregunté lo mismo pero sí quise saber si estaba casada; sobre todo para estar seguro de que no andaba por allí el marido y entonces se armara la de troya. Lázara aclaró que había estado casada en Cuba por diez años, pero que había dejado al marido en La Habana, y también me dijo que se había traído a su hija, Clara Isadora, quien ahora tenía quince años y que no había vuelto a casarse desde entonces.

Durante el camino, con una mujer así, tan llena de ritmo en su andar, caminando al lado de un muchacho con cara de niño, resultaba inevitable que surgieran los requiebros, el clásico silbido y otras formas del atraco y del desprecio para su acompañante. Finalmente conseguimos lo que Lázara necesitaba. Fumamos sobre una enorme roca, viendo el infinito mar plateado y oyendo la música que sonaba allá en los bares del malecón. Después que se nos fue asentando el pensamiento, iniciamos nuestro regreso al Dragón Rojo.

Cuando llegamos, pidió a su amigo el barman tres cervezas; una para ella, otra para mi amigo El Diablo y otra para mí. Después de un rato de hablar sensacionalmente bajo los efectos de la yerba y la cerveza, comenzamos a comer nuestro platón de mariscos y ensalada de frutas. Al poco tiempo se sumó a la mesa un amigo de Lázara, un hombre de músculos y de soberbia apabullante, que, nos informó, también cantaba en el Dragón Rojo.

-¿También salsa? –pregunté.

-No. Lo mío son las baladas –y aclaró diciendo-. Sobre todo las de  Roberto Carlos.

Así estábamos, comiendo y bebiendo, paseando la mirada de un cuerpo a otro cuerpo, hablando de cosas inciertas, cuando un gigante gordo, de cara enrojecida y de cabellos cobrizos, ensortijados, puso su garra en la desnuda espalda de Lázara.

Ésta saltó gritando, creyendo tal vez que la había herido un oso. Su amigo el de músculos y de soberbia apabullante, se levantó y le tiró un puñetazo que no llegó a tocar ni siquiera  el pecho.

El gordo, entonces, de quien luego supe que era sacristán de uno de los templos cercanos al congal, agarró de los cabellos al amigo de Lázara y lo lanzó contra el barandal de madera. Mi amigo El Diablo, creyendo tal vez que estaba actuando para una película o no sé qué, levantó una silla y la estrelló en la cintura del gigante, y corrió para evitar el manotazo. Entonces yo, en sintonía con el ambiente de película que de pronto se había hecho, asumí el papel de espectador. Y para mejor saborear el film que se estaba presentando, levanté el pomo de cerveza y con toda la calma del mundo me llené el pecho con un prolongado trago.

Tras varios puñetazos del sacristán contra el amigo de Lázara, ya casi cuando iba a acabar con todo el rostro del susodicho, llegó el barman con una pistola y se la mostró al gorila, diciendo: “Un paso más, mi buen, y te pongo de patitas en el infierno, eh!”

El amigo de Lázara, con la sanguinolenta soberbia estilando por todo el pecho hasta las piernas, se sentó en la mesa y me echó una mirada con la que intentó desbaratarme el rostro y la existencia. Mi amigo El Diablo, más bien cansado por la actuación que acababa de realizar, encendió un cigarrillo y abandonó los ojos al oleaje que ya había empezado a crecer y a hacerse más fuerte que una hora antes. El gigante sacristán había evitado que lo pusieran de patitas en el infierno, y por eso se había largado hasta perderse en las crepusculares horas que iniciaban.

Comimos y bebimos hasta el hartazgo, y entonces Lázara me pidió que sacara la guitarra y me pusiera a tocar para el público que ya estaba pendiente del primer show de la noche. Me dijo que ésta sería la forma de pago por todo lo que había estado consumiendo. Pero también creo que me había pedido tal cosa porque su amigo el de músculos -y ahora de cara deshecha- no estaba para presentarse a cantar ni las baladas de Roberto Carlos y ni mucho menos para ponerse a cantar un corrido mexicano. Por último, me aseguró que regresaría en dos horas, para pagar con su canto y su baile, y que después, si aún quedaba suficiente energía en el cuerpo, nos iríamos a continuar la farra en otro sitio mucho más tranquilo y sereno.

-¿Por ejemplo? –la cuestioné, más por el nerviosismo de que en breve iba a tocar para el público que rodeaba ya la pista de baile, que por saber efectivamente sobre el lugar en que ella estaría pensando.


-Ya lo verás mi rey –dijo, y se fue corriendo a bañar y a cambiar de ropas.



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