I
Era la
misma pregunta tantas veces repetida. Pero con el tiempo, la respuesta no podía
ser nunca la misma. Así pasaba también con otras ideas que se le habían ido
quedando al pasar de los años. Por más que quisiera llegar hasta la médula en
todas esas figuras de la mente, al final de esta búsqueda, lo que se mostraba
eran más fantasmas -abundantes fantasmas- y menos espacio para dejarlos ambular en los
corredores de su mente. Con otras palabras, el río de Heráclito estaba, pues,
realmente vivo en los torrentes de su sangre y de su pensamiento.
II
Pulso
apenas. Peligroso, llevar el tenedor a la boca. La cara empapada en sudor. Hambre.
Y angustia. Le pediría a Bárbara que le ayude. Pero nada le dice. Deja que ella
continúe charlando con su primo, su amor de adolescencia. Más acá, a
centímetros de distancia, el esfuerzo para cortar la carne sin hacer rechinar
los metales en la porcelana del plato, más aún, aterrado de que vaya a salir
botado el jitomate o algunas rodajas de cebolla, siente cómo se mezclan las
lágrimas con el sudor, siente cómo todo adentro de él es un maremagnum de
nerviosismo feroz, y de vergüenza, y de incapacidad para calmar el hambre. Si pudiera,
bebería toda la botella de tequila que está en el centro de la mesa, porque
sabe que, emborrachándose, sólo así, podría cortar la carne y llevarla a la
boca sin peligro de herirse a sí mismo. Pero no, los medicamentos que ha venido
tomando en las últimas semanas lo harían convulsionarse.
Atrapado.
Está atrapado. ¿Desde cuándo dejó de sentirse libre y contento? ¿Desde cuándo
descubrió que la belleza de Bárbara, menos que hacerlo sentir orgulloso, por el
contrario, lo avergonzaba, hasta el extremo de que, con cada día que pasaba,
menos y menos seguro estaba de vivir con ella? Ella tan fresca, tan madura, tan
entera en todo su ánimo. Tan integrada en el mundo de las verdades a medias, o
de las mentiras completas. Ella tan segura de beber una copa sin el terror de
que esa mano suya acabe derramando el vino sobre su falda.
III
Era la
cuarta vez que leía la novela. La primera vez fue un personaje quien le enseñó
a pensar y a conducirse de una manera absoluta a sus diecinueve años. La segunda
vez –tenía 28 y estaba casado con Bárbara-, fue todo el mundo de la novela el
que se le abrió para sentirse el personaje que al autor se le había olvidado
ingresar en todas esas historias.
La tercera
vez que la leyó, no hubo ni personaje ni mundo, sino preguntas. Fueron preguntas
que nacieron en la piel de su pensamiento, donde las respuestas jamás pudieron
ser satisfactorias; ni leyendo las otras novelas del mismo autor. Finalmente,
en la cuarta vez que se puso a leer la novela –pocos meses antes de morir-, descubrió
que nada estaba más allá de las medidas del mundo, y que el mundo era una
realidad abarrotada de desconocimientos.
IV
La cena
concluyó. Después de tanto pensarlo, bebió tres vasos de tequila. No hubo
convulsión pero sí paro cardiaco.
Ahora
Bárbara estaba llorando en brazos de su primo, afuera del hospital donde había
sido ingresado, infructuosamente, su esposo.
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