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viernes, 8 de marzo de 2013

El abuelo de mis hijos









El otro día el abuelo de mis hijos –como si se tratara de la cosa más natural del mundo- le pidió al cielo cosas ajenas a la realidad que lo había acompañado desde que murió Isaura, su mujer. Decirlo suena sencillo, pero haberlo escuchado decir a él, un viejo con doctorado en medicina y con bastantes años entregados al estudio y la meditación, lleva –en nuestro caso, a mi mujer y a mí- a no dar crédito, o al menos, a quedar fuertemente impresionados.
          Era un sábado que parecía igual a otros sábados en que nos reuníamos a comer y charlar. Estábamos en los postres, o más allá de los postres, en la copita de licor y tabaco, cuando el abuelo de mis hijos se levantó. Supuse que iría al baño o que se había levantado nada más que para acomodar los perniles. Pero no fue así. El abuelo se puso a invocar a sus penates y a pedirles, con la copa en alto, que le devolvieran la risa de Isaura, el canto de Isaura, la mirada de Isaura, el cuerpo de Isaura...
          -¡Papá, por favor! –intervino mi mujer- ¿Acaso se te ha subido el brandy?
          Pero el viejo ni oyó ni hizo caso de las amonestaciones de su hija. Continuó invocando y pidiendo, todavía con la copa en alto, hasta que se le fue la voz y cayó en un estado de absoluta inconsciencia.
          Mi mujer se alarmó. Lo tomó de los hombros y lo sentó en el sillón horizontal, y se acomodó ella también junto a él.
          El abuelo de mis hijos no cerró los ojos ni cuando Nicanor –nuestro hijo- entró corriendo y azotando la puerta detrás de él.
          -¿Crees necesario llamar un médico? –me consultó Helena.
          -¡Pero si lo tienes a tu lado! – le solté mi asombro a ella. A quien noté, por cierto, que estaba más preocupada que cuando se le había detenido la regla, el tiempo suficiente como un claro aviso de que estaba en camino el tercero de nuestra estirpe, Mariana, quien en ese preciso momento estaba jugando con unas amigas imaginarias en el jardín y ni se enteraba de lo que estaba ocurriendo en la sala de la casa de su abuelo.
          Después que dije lo que dije a Helena, el viejo dirigió su cara adonde me encontraba y me dejó ver la profundidad en que habían caído sus pensamientos, o si se quiere, me inquietó notar la más absoluta ausencia de brillo en sus ojos. Fue como si en ellos la negrura de las pupilas se hubiera expandido hasta ocupar la zona esclerótica. No sé si lo pensé en ese instante o si es ahora que lo pienso, al ver esos ojos tan abiertos a la nada, tan llenos de sombra espesa, me hizo pensar en la transmigración de las almas.
Lo cierto es que Helena levantó su brazo derecho y se puso a pasear la mano frente a los ojos de su padre, diciendo: “¿Qué te ocurre, papá? ¿Por qué no hablas ni parpadeas? ¿Qué sientes? A ver, dime, ¿qué es lo que está paseando delante de tus ojos?”
          Entonces Nicanor salió del baño y se detuvo para averiguar lo que estaba ocurriendo.
          -Regresa a la calle –ordenó Helena.
          -¿Se ha puesto mal el abuelo? –preguntó el muchacho.
          -No sabemos –dije.
          -Bueno. Estaré afuera con Alejandro.
          Después de esto, regresó la voz al viejo y se puso a susurrar otros ruegos más que se le habían quedado atorados en el cuerpo. Al volver a hablar para sus dioses, los ojos volvieron a recuperar el tamaño habitual de las pupilas. Pero la voz que se le había venido a la boca, ya no era la misma que le habíamos escuchado utilizar por tanto tiempo. Era una voz como de mujer enferma y vieja. Pensé otra vez en la transmigración de las almas.
          ¿Será que habla en él la voz de su abuela?, farfullé para mis adentros.
          Luego de observar la blancuzca cera que se le había formado al viejo en la comisura de los labios, Helena se levantó y fue a la cocina. Trajo un vaso de agua fresca casi lleno hasta los bordes y se la dio a beber, como si de un niño se tratara.
          Al presenciar la carnavalesca escena que comenzó a hacerse, preferí salir a la calle y pasear fumando el cigarrillo que tanto necesitaba para sofocar los aletazos del desconcierto y el pudor.
          Nunca imaginé lo que sucedería en mi ausencia. La transmigración se había convertido en verdadera locura. Encontré a Helena gritando a su padre que se callara. Y el viejo, como había ocurrido horas antes, ni la escuchaba ni le importaba nada de lo que decía su hija. Pero esta vez, lo que hablaba el viejo con voz de vieja enferma, eran frases lapidarias, como si con ellas quisiera abrir las puertas del cielo o del infierno.
           



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