La
realidad está presente. Siempre está en
presente. Según parece, de lo que podemos hablar es del pasado. Es el pasado la
historia que se nos viene a agazapar habitualmente en las líneas del relato. Hablar del futuro sería locura y estupidez.
(((No
hablo ni hablaré nunca de la música. La realidad de ésta pertenece a un mundo en
el que la razón no cabe. Tal vez, cuando las lenguas hayan dejado (de) ser nada
más que instrumentos al servicio del poder y de la comunicación corriente -esto es, que se ostenta fluir sin obstáculos-, hasta
entonces, creo, se podrá contar con las profundidades sonoras de ese otro lenguaje)))
Verdad de perogrullo: la realidad como la ficción son formas que
alguien vive o experimenta mediante el lenguaje. Decir el día por su fecha y
hora no es más real que apuntarlo mediante el juego de las metáforas. En tal
sentido, tampoco es más ficcional hablar de lo extraño que puede ser algo o
alguien mediante el uso de formas convencionales. En pocas palabras, la ficción
y la realidad son formas que las sociedades han instituido y disribuido según
ciertos sistemas de valores atraídos con el lenguaje en que se viven.
En abstracto, la realidad y la
ficción corresponden a una amalgama de formas que se muestran en la expresión
de quien las ha hecho posibles; pero también de quien las ha hecho aceptables.
En consonancia con lo dicho anteriormente: el relato, o sea la historia, es un
hecho consumado y producido en un campo de batalla. Es la guerra de lo posible
(real y ficcional) contra lo imposible (imaginación caótica inexpresada). Está
claro que tanto la realidad como la ficción se hacen con las formas de lo
posible, esto es, con las formas del lenguaje socialmente aceptado y asumido
por las instituciones que las utilizan como medidas de aseguramiento de valores
socioculturales. La distinción entre realidad y ficción, entonces, obedece más
a una cuestión de grados que de certezas; es más un producto de perspectivas
que de hechos independientes y objetivos. Al hablar nos estamos yendo inevitablemente hacia un pasado, y esa realidad de la que hablamos ha dejado de ser la misma en que nos vimos atrapados o atraídos. En consecuencia, el presente de tal relato ha comenzado a ser ficcional.
Las cosas comienzan a complicarse
cuando se quiere hacer pasar como verdad un conjunto de formas cuya realidad es
distinta y distante de las formas del vivir de una sociedad o de un individuo.
Es una complicación que llevaría a analizar minuciosamente el pelaje del león,
esto es, de la sociedad en todas sus raíces y arborescencias. El punto es si
vale la pena arriesgar la frágil cordura que anima a contemplar la
posibilidad de llevar a cabo tal análisis, sabiendo que en ello podrá irse la
vida entera, y que a lo más que llegaríamos es a obtener, tal vez, el borrador de un capítulo
atiborrado de descripciones y de notas al pie de página. Pero la mentira
tampoco escapa de esta red de complicaciones excesivas. La mentira es la otra
forma de la verdad posible; pero de difícil probatura. El calendario es una realidad que se mueve siempre.
Si en
filosofía se fuera el tufo de mis pensamientos, no dudaría en hacerlo con las costuras
de lo interesante, antes que con la tela de lo verdadero o con el simulacro de
la realidad entera. Mi guerra no es con la verdad ni con la mentira ni con
nada que tenga que ver con formas de valor agregado, y mucho menos con formas de control mediático o educativo. En mi caso, los leones
están en otra parte.
Tal vez es por esta clase de
complicaciones que prefiero evitar la presencia de los leones en este promiscuo
Instantario. Aquí sólo es habitual la realidad de la ficción. Aquí la verdad ni
la mentira son formas de interés personal. Es por esto que Instantario viene a
ser la evidencia que desde hace años ha venido punzando en mis carnes: la
disciplina del caos como única vía para descansar de la razón y sus
monstruosidades. Esto explica que la razón de mi sinrazón sea mucho más
vulnerable y frágil que la mariposa del poeta chino, de quien sólo se ha
querido atrapar un sueño, pero no el tiempo entero en que ocurrió el poema.
La conclusión está –si es posible
llegar a una conclusión segura- de parte de quien ha leído este trozo cortado con años como
instantes.
Lector
de etiquetas y textos breves (((indicaciones / contraindicaciones))), lo mismo
en cajas de medicina que en bolsas de vegetales. Apasionado de los videojuegos
y del dibujo en muros. (((Graffitero))) Siempre con cascos en las orejas
escuchando música. Prefiere el ruido de las avenidas a estar estudiando las
cosas de la escuela. Detesta los programas de la TV en los que se busca
bombardear el espíritu. Adora el tatuaje, lo anormal y todo aquello que
parezca insano.
En alguna
tarde le dijo a su hermana que le daba asco tanta hipocresía. Esto lo dijo
porque estaban mirando un reportaje en el cual se quería mostrar las
dificultades que existían para los habitantes de Lagos, en Nigeria, vivir.
Le
encanta la música de Adoration, de Clan of Xymox, de Nosferatu y de otros,
sobre todo de los grupos que apuntan hacia la oscuridad del alma.
-No me rebanaré el seso por nada –le
dijo a Isaura.
Pero ella, ejemplo fiel de la
incomunicación permanente, ignoró la ambigüedad que le acababa de expresar el
muchacho, y lo que dijo fue:
-Si sabe papá que estoy contigo… No
quiero ni pensar lo que haría. Es un puerco… Lo odio.
Hugo le subió el volumen a la
canción que estaba iniciando en el walkman y se la compartió a Isaura. Le puso
los cascos para que la oyera.
-Me gusta…¿Quién es la banda?
–preguntó ella, después de dos minutos.
-Clan of Xymos..
Siguieron caminando. Abandonaron la
escuela en la que estudiaban ambos. Eran poco antes de las 6 p.m. Iban sueltos porque
a Hugo le sudaban mucho las manos y temía provocarle asco a Isaura. Pero Isaura
estaba loca por él. De hecho, otra que no fuera ella, quizás, ya se habría
vomitado tras haber aspirado el aliento que exhalaba el muchacho. En su vida
había tenido un cepillo de dientes, y apenas si lo usó una o dos veces. “Me dan
asco las dentaduras blancas”, alguna vez expresó el muchacho.
-¿Qué haría el puerco de tu padre si
supiera que estás conmigo? –le reclamó Hugo a Isaura.
-No te lo puedo decir. Me da mucha
vergüenza decirlo.
-¡Todo es una porquería! –exclamó él,
como si con esto quisiera quitarle la vergüenza a ella de decirlo. Pero Isaura
no soltó eso que quería saber él. Por el contrario, para desviar el interés de
Hugo, preguntó:
-¿Tienes sed?
-Algo. Pero no traigo plata para
comprar alguna soda.
-Yo traigo –aclaró ella, y propuso:
- Si quieres podemos comprar unas latas de cerveza.
-Me parece buena idea –reaccionó el
muchacho.
Después de beber la última cerveza, Hugo se
propuso acompañar a Isaura hasta su casa.
-¡Estás loco! –gritó ella-. Papá
debe estar por llegar y si me ve contigo…
-Pues es lo que quiero… -expresó
Hugo-. Me daría mucho gusto verle la cara y…si trata de hacerte algo… pues me
le aviento al tiro.
-¿Se te subieron las cervezas?
–cortó Isaura, y agregó-: No conoces a papá. Es muy alto y muy fuerte... Y muy
malo. Sobre todo esto. Muy malo y cruel. Alguna vez estuvo a punto de matar a
un tipo…
-¿Por
qué? –se interesó Hugo.
-Porque,
según papá, aquel tipo había visto a mamá de una manera lasciva. Y es que mamá,
recuerdo bien, llevaba puesta una blusa muy escotada y una falda blanca que, a
contra luz, se le transparentaba todo.
-¿Dónde
ocurrió eso? –quiso conocer el muchacho toda la historia.
-En
un parque. A mamá se le había caído algo, no recuerdo qué, y cuando se agachó a
recogerlo pues… en ese momento el hombre se le quedó viendo a mamá allí, y
papá, notando que el hombre estaba de mirón, sin decir ni media palabra, se
arrancó contra el hombre y se puso a golpearlo como si se tratara de un costal
o algo así.
-O
sea que tu papá es un cabrón de cuidado, ¿eh?
-Es
judicial, ¿sabes?
-Uta
madre. No digas más. A los cabrones judiciales los odio a muerte. A mi jefe se
lo torció uno de ellos.
-¿Quieres
decir que mataron a tu papá?
-No.
Si todavía está vivo, debe estar en una penitenciaría. Es que a mi jefe nunca
le dio por el trabajo asalariado. Todo lo conseguía por robo o asalto. Al parecer,
fue por asesinato que lo entambaron la última vez. Pero mi jefa ya ni se
acuerda de él. Ahora vive un gordo cochino en la casa. Que dizque es
arquitecto. Yo no le dirijo la palabra ni me interesa saber nada de lo que él
hace en su cochina vida. Por lo que me dice mi carnala, mi jefa está feliz con
el gordo ese.
-Bueno…
Hasta aquí, Hugo –dijo Isaura, deteniéndose repentinamente-. Me voy sola.
-Espera
–pidió el muchacho, agarrándola de un brazo-. ¿Nos veremos mañana?
La
madera negra y los cojines anaranjados, y el viejo sentado entre esos colores
del mueble, el cigarrillo encendido descansando en el cenicero, mirando el humo
que se eleva.
En
el estereofónico, un acetato por el que se oye música de los años 50´s.
La
mujer en la cocina, mientras el viejo rasca la barriga y piensa en resolver el
albur que lo llevará a decidir lo que no hará ese día.
-¡Acércame una cerveza, Claudia!
–gritó el viejo.
-¿¡Por qué no vienes tú y la tomas!?
Entonces el viejo recoge el
cigarrillo y se lo pone entre los labios, con la calma de quien se sabe eterno.
Antes
de atravesar el arco de la cocina, se detiene para quitarse la comezón. Al
verlo allí Claudia, parado con la mano adentro del bóxer, rascando como si
estuviera buscando algo que había muy escondido entre las piernas, le grita:
-Eres
un cochino.
Sin
importarle en absoluto, el viejo avienta la colilla hacia el fregadero y avanza
hasta el refrigerador para sacar la cerveza que le quitará las ansias de estar viviendo
en jueves. Después de beber el primer trago, murmura entre una burbuja de
aliento alcohólico: “Y tú… eres una puta”
-¿Qué
has dicho? –interrogó la mujer.
El
viejo volvió a dar otro trago y regresó, soltando otros tantos regüeldos, al
mismo lugar en el que había estado sentado desde hacía rato. Encendió otro
cigarrillo, lo chupó calmadamente y luego de dejarlo entre las otras bachichas
que había adentro del cenicero negro, fue dejando escapar el humo por los
agujeros de la nariz.
Pero la mujer no aceptó el desplante. Fue hasta donde
estaba el hombre de pronunciado vientre y ojos cacalotes, que sin verla pudo
escuchar lo que ella estaba gritando:
-¡Además
de borracho y cochino, eres un cobarde, un sivergüenza! ¿¡Por qué no me dices lo
que piensas de mí!?
Entonces el
viejo se levanta, agarra la botella de cerveza y con el cigarrillo
estilando a orillas de la boca, sin mediar palabra, le tira tremendo puñetazo.
Pero
la mujer, que ya esperaba esto, esquivó el golpe echando el cuerpo hacia atrás, y en menos de un segundo empujó al viejo e hizo que éste cayera y se golpeara la cabeza contra
el brazo del mueble.
Al
instante comenzó a emanar la sangre, que se fue mezclando con el humo del cigarrillo, los vidrios
de la botella, la cerveza... y el silencio del viejo, quien sin parpadear miraba
hacia los abismos de la nada.
“Ojalá te pudras ahora mismo”, expresó la mujer,
dirigiéndose a continuar lo que había estado haciendo en la cocina.
Al mismo
tiempo que salía de la cama se le encaramó la imagen. ¿Sueño o vieja lectura?
Vio el cuerpo del hombre tirado en el lodo, en medio del callejón. ¿Dónde
ubicar el hecho? Imposible. Lo cierto
era la noche, o la madrugada, y el cuerpo del hombre bocarriba, con los ojos
abiertos, con los brazos extendidos y la nariz sangrando.
Mientras iba a la cocina a preparar
la cafetera, oyó el grito de la mujer. “Ha vuelto el marido, borracho como
tantas veces, y se ha puesto a golpearla”, pensó. Luego se hizo un silencio
acariciado con ruidos leves. Luego escuchó abrir la puerta del apartamento
vecino, y los gritos de la mujer, otra vez, más fuertes, gritando
desesperadamente que alguien la ayudara.
Tomó el cuchillo de ancha hoja y se
dirigió a la batalla. Abrió la puerta y salió al corredor.
Nadie
había. Tampoco había gritos. Enseguida acercó la cabeza a la puerta del apartamento. Sólo escuchó el chancleteo de ella, y un televisor encendido a medio
volumen.
“Necesito beber varias tazas de café
para quitarme esta revoltura”.
Guardó
el cuchillo en el cubo de madera. Después de prenderle fuego a la estufa, vio
lo que sería la continuación del sueño o vieja lectura.
El hombre
se levantó del lodo y con la manga del saco comenzó a limpiar la sangre de la
nariz. En ese preciso instante se abrió una puerta y apareció la mujer que había visto en otro sueño o vieja lectura: con
los blancos pechos cubiertos por una estola verde limón, sin nada más que esto
sobre el cuerpo, y un paquete de envoltura incierta –podía ser gamuza o
terciopelo rojo- que le lanzó al hombre, gritando:
“¡Olvidaste
esto, querido!”
El hombre atrapó el
paquete, lo sopesó con ambas manos y acabó guardándolo en el bolsillo interior
del saco. Avanzó unos pasos y se detuvo para encender el cigarrillo. Después de soltar el humo, desapareció
en la oscuridad de la noche, o de la madrugada.
Ella
mira, recargada en el filo de la ventana, hacia el cielo manchado de nubes
cárdenas. Él contempla la espalda de ella, los hombros de ella, las piernas de
ella. Ella siente los ojos de él acariciando su espalda. Siente sus manos
apretadas en la madera. Huele el polvillo. El dulce sabor de la madera.
Afuera
las nubes avanzan suavemente. Sin prisa. Sin prisa él coloca las manos en los
hombros de ella. Aprieta con la intensidad en que suena el tempolargo del Concierto
No. 5 de Juan Sebastian Bach.
Con el
terciopelo de la lengua acaricia el cuello de ella, quien se estremece a la par
que trina el teclado. Es Bach el que ha ido dirigiendo las caricias de él en el
cuerpo de ella. Es ella quien corresponde puntualmente cerrando los ojos con el
tempo acorde a lo que se oye y se palpa.
Se
huelen.
Se
saben a piel entera.
Cae
el vestido. Resbalan los tirantes del sostén. Ella gira el cuerpo. Entrega los
labios.
Se
abrazan. Se dejan llevar por la música y el tacto. Avanzan junto con las nubes,
junto con la música. Hasta el inicio de la noche.
Aprendería
chino mandarín o árabe y se dejaría crecer el cabello y las barbas hasta morir
de olvido. El idioma de madre apenas si lo pronunciaría en pesadillas. No
olvidaría el inglés ni renunciaría al poco latín que todavía mantenía en sus
casos. “De lo que se trata es de asumir la absoluta confusión en todo”, se
diría a sí mismo cuando cerró la puerta de casa y abandonó todo eso que lo
había rodeado durante tanto tiempo; familia, trabajo, nacionalidad... Excepto la guitarra michoacana, el viejo abrigo negro y un par de libros, fue esto lo que
se llevó consigo. Se iría a recorrer el mundo, a perderse en él, a vivir en él
como una sombra a orillas del absurdo y el sinsentido.
“No tengo sueños”, diría para el
animal que lo acompañaba, “No tengo ganas de hacer nada. No quiero nada que me
obligue a pronunciar mi nombre”.
Había despertado en medio de una densa
oscuridad. La garganta seca y los labios enfriados por la noche de otoño. Había
sentido la presencia de otra bestia, no muy lejos de donde había despertado. El
animal, su acompañante desde hacía varios años, se mantuvo dormido, descansando
sobre su flanco derecho.
La figura flaca y un tanto inclinada
hacia el lado izquierdo, como quien quiere ver eso que está detrás de las
cosas, con los cabellos encanecidos, amarillentos por la nicotina y el humo de
las fogatas a la intemperie, y su voz de ganso, rasposa, de mediana altura, iba
pintando el fondo de la calle con su andar de piernas flacas, y junto a él su
acompañante, un perro flaco y gris, de ojos grandes flotando en pequeños lagos
anaranjados.
Se detuvieron ambos junto al tambo
de basura; antes de hurgar, recargó la guitarra en la pared y sacó de allí un
sombrero de fieltro negro, se lo encasquetó y le preguntó al animal qué pensaba. El
perro entreabrió el hocico para expresar una mueca burlesca, o tal vez para
expresarle el cansancio y el hambre que lo traía débil, sin fuerzas para mover
el rabo siquiera.
Avanzaron algunas calles más y
llegaron al parque donde había niños montados en bicicleta, u otros que jugaban
a la pelota, y las niñas que había corriendo hasta alcanzar toda la alegría de
la tarde. Se sentaron bajo un álamo y se pusieron a mirar el mundo.
El perro,
al poco tiempo, fue a beber agua en los charcos que había hasta allá, del otro
lado de los columpios y resbaladeros, mientras él, con los ojos cerrados,
comenzó a tocar una triste canción.