Hoy no
he matado una sola mosca, a pesar de que he visto varias volando; incluso hubo
una que se detuvo en el redondel de la taza en que he estado bebiendo el té desde
hace una hora, y no hice más que verla con admiración. Se quitó la sed, rascó
un poco en la punta de su cara y voló como cualquier mosca.
Ayer
habría reaccionado diferente. Habría tomado la taza y habría perseguido a la mosca para vaciarle, al vuelo,
todo el té.
Hoy no.
Precisamente
hoy, como a eso de las 7:35 de la mañana, me nació la sensación de estar en el
día único. Es por esto que, al ver la mosca que bebía en la tibia estilación
que mis labios habían dejado en el redondel de la taza, comprendí muchas cosas
que antes sólo habrían sido palabras dispuestas en un orden de superficial
gramática. Fue una sensación que poseía la semántica de la caosmosis
En ese preciso instante supe que la mosca, como yo en la redondez de
la tierra, vivíamos para beber hasta lo imposible, con la sed de todo lo que
está vivo.
Una palabra
buscaba. Un lugar donde colocar todas sus pesadillas. Con esa palabra elevaría
los muros hasta más no poder. Con esa palabra haría las llaves y las
cerraduras. Ni una pesadilla podría escapar del lugar de la palabra. No obstante,
la duda vino, después de muchos años de búsqueda incansable, a aumentar las
ansias que inundaban al hombre en horas crepusculares.
¿Y si las pesadillas continúan después
de haber cerrado la última puerta de la última cerradura en que deposité todos mis
esfuerzos en la palabra buscada? Pensó el hombre.
Estaba
con los audífonos puestos y los ojos cerrados ante el ordenador. Estaba escuchando música de Mauricio Kagel cuando dos hombres entraron por la puerta trasera del jardín. Hacía
poco que había caído la tarde en la garganta de los dioses. Hora propicia en
que el artista meditaba y se preparaba para las siguientes horas de creación.
Nada
sabía, desde luego, de lo que estaba ocurriendo atrás de su cabeza. Allí estaban los dos hombres en el estudio. Ambos jóvenes. Ambos
con fuertes deseos de hacer algo único e irrepetible. Uno de ellos tenía un revólver y el otro un cuchillo de hoja ancha, negruzca, como de carnicero. Ambos sonreían. Ambos esperaban el instante; el instante último en que el poeta dejaría de escuchar la última nota de Mauricio Kagel.
Con magia
el mundo-texto estaba multiplicándose. Una serie de símbolos marcados en la fluorescencia
azulosa o amarillenta, a veces rojiza, en la superficie del texto electrónico,
podía dar entrada a lo inesperado. O también podía no ser más que el ingreso de
las ornaturas frágiles e insípidas que descolocaban lo sustancial y lo hacían desaparecer,
como cualquier bagatela en los agujeros negros del cerebro de Alguien. No obstante,
el riesgo estaba allí, en esa serie de símbolos que prometían ser fuerzas o
energías alimentadoras para el cuerpo sináptico, o para colmar el intertexto
ostensible, extendiéndolo indefinidamente por medio de quehaceres heurísticos.
Abandonarse
Alguien a vivir
durante madrugadas enteras
en la aparición y desaparición de
los paisajes
de todo tipo,
abandonarse a padecer los desajustes
en que ocurren
los virtuales encadenamientos
del hipertexto,
derrumbarse hasta conseguir los
hastíos
que habrán de producir los vértigos de la búsqueda
subjetiva,
enfermar
de babelismo y anomia mística,
llorar por el hallazgo inesperado de la humosa
hebra
al sol de las siete treinta de la
mañana,
reír porque el cuerpo proyecta sombra
que lo lleva hasta el extravío,
reconocer
el poro abierto a la aguja
de otro día,
ofrecer la cara al espejo y olvidar Alguien
cuándo fue la última vez que oyó
Bachiana Brasileira No. 5,
silbar Alguien el
inicio de esa belleza
y acabar silbando otra cosa…
Así,
hasta no saber la hora ni el día, hasta hundir las manos en la inutilidad y el
desafío de vivir sin pena ni gloria.
Olvidar Alguien el número telefónico de
casa,
olvidar la fecha de nacimiento,
olvidar el nombre, su origen,
olvidar el
rumbo de regreso,
perderse en el más absoluto olvido.
Callar Alguien porque ha
olvidado la palabra.
No decir nada porque nada hay que decir.
Olvidar. Perderse.
Callar.
Y después...
untarse en la cauda del pájaro de fuego
y caer Alguien como
ceniza
en los abismos de la noche sin fin.
((((Buenos
días. Buenas noches. Cómo le va…
Regresar
Alguien corriendo a beber el oxígeno
de los mares virtuales
para continuar conectado al mundo
de los artefactos y de lo evanescente.
Ver llover y no mojarse.
Caer desde lo más alto de
una cima
y en el instante último despertar.
Abrir Alguien las carpetas
electrónicas
y hacer sonar la maquinaria de los deberes cotidianos.