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viernes, 27 de enero de 2012

Ausencias



Anda en boca de muchos
Rota y con los ojos sobre una ola.
Lo triste es cómo la calle se llena
De manos apretando hasta la asfixia.
Pero ella, morusa vida con su ademán de furia,
Se hunde en los bordes cerrando el labio,
Para esconder el silencio de sombra
Que la protege,
O también para borrar el mundo
Que la condena.

Del día a la noche se llena de olvidos,
De oscuras sensaciones que la cubren,
De ojos que nunca la vieran desnuda,
Soterrada en los sitios que ella elige,
Pues sabe que a cierta hora,
Antes o después de tanta desesperanza,
Todo habrá de morir en la ausencia de besos,
De caricias jamás logradas
En la brevedad del instante inolvidable
Como el último sueño de tarde.


miércoles, 25 de enero de 2012

Pasajes e interiores


            Como un títere asomó Brefantas la cara por el filo de la verja. Ni Lugo ni Marcia presintieron al visitante. Sentados allá, hablando para ellos mismos en el salón, no fueron lastimados por el chillido de las bisagras. Eran las 5:30 de la tarde.
Segundos después, como un títere al filo de la jamba, asomó Brefantas la parabólica nariz. Parpadeó bajo la sombra de los cabellos lacios, corvinos, macerados en tristeza.
--Pasa, Amorli Brefantas, pasa... Ésta es tu casa...-invitó Mauricio Lugo mientras los dedos de la mano derecha retorcían las puntas del bigote cobrizo.
            Marcia se retiró, llevando las copas empañadas y la botella de anís, sin saludar a Brefantas, quien, con una sonrisa de galápago, musitó: Como sin conocernos nunca. La muy…
            Mauricio sopló la ceniza y lo invitó a sentar. Después preguntó, encimando el encendedor dorado sobre el paquete de cigarros:
            --¿Qué sueño te trajo por acá, Brefantas?
            Marcia estaba adentro de la cocina, fumando sentada sobre una silla de madera oscura. Alcanzaba a escuchar lo que decían los personajes.
            --¿Qué te tiene tan asustado? –volvió a interrogar Mauricio Lugo.           
            Brefantas acarició el polvo de ceniza que se había esparcido por la mesa, y luego dijo:
            --Vengo a pedirte ayuda.
            Lugo permaneció breves segundos observando la sebosa frente de Amorli Brefantas. Está nervioso el hombre, pensó. Y luego dijo:
            --¿En qué puedo ayudarte?
            Marcia apareció y preguntó a Brefantas si le apatecía un refresco o alguna otra cosa.
            --Agua, sólo agua.
            Después de un rato, volvió Marcia con las bebidas en una bandeja.
            Brefantas bebió el agua y así se mantuvo, en silencio, observando el humo del cigarrillo que ascendía, sobre el rostro abotagado de Mauricio, como una serpiente azul.
            Mauricio Lugo sorbió ruidosamente la cerveza, y eructó enseguida, con los ojos vidriosos y la frente abrillantada, coloreada como un camarón.
            --Lo más valioso que hay en la vida -Reflexionó Lugo-, es el placer.
            Brefantas no movió ni un músculo. Permaneció ensimismado, sintiendo el roce de esa voz engordada a diario con tabaco y alcohol.
            --¿Estás de acuerdo? El placer lo es todo, Brefantas –enseguida soltó el humo sin prisas, y también sin prisas volvió a repetir la pregunta-: ¿En qué te puedo servir?
            --Necesito dinero. Mi hijo se ha enfermado y no tengo para comprar las medicinas. Como sabes bien, estoy sin trabajo desde hace meses.
            Lugo escupió el humo tosiendo por la risa que le dio, y dijo:
            --Pensé que era algo más grave. ¿Cuánto necesitas?
            --Tres mil pesos.
            En el momento en que Mauricio entregaba los billetes a Brefantas, se acercó Marcia para invitar otra cerveza a su marido, y de paso sugerir a Brefantas si quería más agua.
             --No, gracias –agradeció Amorli. Se levantó y dijo a Mauricio-: Te los pagaré cuando vuelva a encontrar trabajo.
            Lugo levantó la mano e hizo un gesto displicente, diciendo con ello que así estaba bien. Marcia tomó el mismo lugar en que habia estado sentada hasta antes de que llegara Amorli Brefantas. Ambos continuaron hablando. Eran las siete de la tarde.




Los secretos de la cama tomaron la forma de la tarde inmensa. La espesa noche, y los cuerpos de él y ella adentro de un sueño. Sin aliento ni saliva. Adentro de un sueño, los secretos en la forma de la cama de la tarde. Sin cuerpos ni palabras. Sin tiempo.

La muchacha no descompuso una línea de su cara. Congrios de plata colgaban perezosos por entre la curva de sus hombros. Todo lo decía ella con la mirada. En sus ojos verdeamarillos estaba el mensaje. A contra luz y a una cierta distancia, los congrios parecían turmalinas que astillaban con su resplandor la piel y la oquedad que se hacía sobre sus hombros desnudos.
     Desde esa ventana donde la muchacha contemplaba el caserío, atravesado por presencias misteriosas, esperaba al hombre que la haría sentir viva; esperaba esas manos que la tocarían desde lo más profundo. Aunque se sabía virginal - nunca eyaculada-, extrañaba el calor de un cuerpo que los sueños le habían regalado; extrañaba la sensación de profundidad total, de su carne toda, el gozo que la comprendió hasta llenarla de un licor divino.

Amorli Brefantas iba aplastado por el taconeo de los pasos que lo adelantaban, iba sin fuerzas para ver los aparadores de los almacenes. Sin fuerzas. Hundido en su propio mar de babas. Ciego para mirar hacia arriba, hacia el cielo. Profundamente ensimismado en recordar a Ofelia, su mujer. Hasta que llegó a la farmacia y se adentró para comprar las medicinas.





(((Fragmentos de un texto mayor llamado Cuadros sin exposición)))

martes, 17 de enero de 2012

Sepulcro de memorias



He preferido este lado
Oyendo las risas locas
Del espanto en que la tristeza
Se ha vuelto espuma negra.

He preferido quedarme
Con las manos en la suma
De los insectos que se asoman
Al sucio vidrio de esta casa.

No hay para que espantarse tanto
De las cabezas rotas aplastadas
Contra el sol de muchas mañanas
En que me integro a las horas
Del fracaso lento que me aguarda.

He preferido este lado
Cantando al roce de una sombra
Sintiendo cómo el día
Se me desbarata en la garganta.

Es puesto aquí, de este lado,
El ritmo de las cosas que me alivia
Como la lluvia al lago de una boca
En su amplio sepulcro de memorias.





lunes, 16 de enero de 2012

Suicidio colectivo

     


Cincuenta personas -o más-, en menos de un día, se dirigieron a la cima de una de las montañas de la Sierra Tarahumara - bajo un cielo helado de diciembre de 2011 (10 grados  bajo cero). En el lado de acá, eran parte de esa cadena breve hecha con días de amor y paz navideña. Allá ellos, en la cresta de la montaña, todos hombres y mujeres raramuris, tristes, demasiado tristes, impotentes por no poder darles a sus hijos ni siquiera una morusa de pan, decidieron tirarse al abismo de esa barranca de Chihuahua.
¿Qué decir después de haber conocido sobre este suicidio colectivo? ¿Qué hacer contra toda esa hambre que chilla en el cuerpo de muchos pueblos, la mayoría indígenas de México, desde hace tantos años?

Preguntas suceden.
Muchas preguntas.
Imágenes que golpean adentro del cerebro.
Ruidos que descosen el sueño.
Descalabro.
Temblor de nada.
Aborrecidas horas que chorrean vigilia.
Gritos.
Sangre derramada en las piedras.
Ahora son cuerpos ya sin tristeza,
sin hambre,
sin vida.
Absurdo que es todo esto.
Cruel / Sin duda.
Gobiernos despreciables: Absolutamente.
Basura de poderes que envenenan el aire, la tierra, el agua, el pensamiento.
Qué hacer con toda la impotencia que flota alrededor del mundo.




sábado, 14 de enero de 2012

Mientras tanto

en la calle  de la noche
dejaste la orilla que fue tu paso
                                                     hacia delante
fue tu paso de una ruta
                                      hacia otra parte
                                                             del otro lado
                                                              bajo otro cielo
                                                              en el horizonte de quienes
se afanaban por conseguir la dicha
del oro y la plata
el código y la muchacha
encantadora
                                                           tu dejaste caer la ilusión
                                                                en los sumideros
de los días
por cuyas rejillas se podía constatar el hambre
y la rabia de multitud de ratas
viejas y gordas
                                                   mientras tanto
                                                    había que pelar una manzana
                                                    había que quitarle el finísimo filo
                                                    a la cáscara o de lo contrario
te cortarías la encía y vendría la inmersión
en la sombra de ese instante
                                                  para detenerte a descansar
                                                  en la calle de esa noche



miércoles, 11 de enero de 2012

Hay golpes en la vida…



Iba bajando las escaleras cuando tropezó y cayó hasta más allá del último escalón. Pegó la cabeza contra el muro. Estaba solo. Así permaneció, tirado en el suelo durante incontables minutos. En todo este tiempo fue experimentando las intensidades y figuras distintas por las que se expresaba el dolor. En la rodilla era una punzada helada, instantánea, sin matices. En la boca y nariz, el dolor se expresaba gradualmente en círculos espirálicos, cuya mayor intensidad se hacía en la última curva, a la altura de las cejas; y luego estaría la culminación ardiente y fría en el subterráneo por el que se comunica el paladar con el ramal de nervios que hacen sentir la materia del cerebro. Allí en ese hueco de sombra, el dolor se pronunciaría con la fuerza de un huracán que iba a hacerlo estremecer hasta el colmo de sufrir varias sacudidas que acabarían muriendo en el vacío donde flotaba la oscuridad, adentro del occipucio.
Al mismo tiempo que había este doloroso coro pronunciándose en otras partes del cuerpo, adentro de su mente se abrieron las puertas a un teatro en el que su vida se haría otra, muy distinta de como había sido hasta entonces.
Se levantó como el niño que está aprendiendo a caminar; puso ambas manos en el suelo, después alzó un brazo y lo extendió hacia el muro; enseguida, durante varios segundos meditó en el plan que seguiría para ponerse en pie. Después de lograr esto, giró el cuerpo y fue a sentarse en el individual de la sala. Allí en el silencio de la casa, palpó con el pensamiento los diferentes momentos en que fue cayendo. No fue una sino muchas veces que estuvo reviviendo la caída. Cada una en diferentes ritmos y desde distintas sensaciones. Por cada nueva versión, la sinfonía de dolorosas sensaciones lo fue llevando por los misteriosos rumbos del arrobo, hasta alcanzar la cima de una noche en la árida montaña. Finalmente, extasiado a causa de los distintos tonos en que el dolor fue expresándose en ese cuerpo suyo de 44 inviernos, decidió salir a la calle para vivir toda la alegría de existir.
En la calle, cuando nadie había para detenerlo, pegaba con la cabeza en la pared o en el cemento de un poste. Lo hacía desde diferentes distancias, sobre todo para conseguir las diferentes intensidades de dolor. O bien, lo hacía nada más que para calmar las ansias de padecer más realidad en su cuerpo y así, de este modo, lograr escapar del mundo indolente y frío. Si había paseantes a la vista, golpeaba como por accidente una de las manos contra alguno de los espejos del coche que estaba estacionado.
Ese primer día en que había caído de las escaleras, ese mismo día en que había descubierto la alegría de vivir en el dolor, llegó a casa con la nariz y los labios hinchados, con un pie arrastrando por todas las veces que había pateado postes o filos de banquetas. Entró como si hubiera venido del trabajo; sin prisas para subir las escaleras, sin prisas para limpiar el cuerpo y cambiar de ropas, sin prisas para bajar a cenar y permanecer un rato mirando la televisión, sin prisas para acostarse y dormir algunas horas, hasta que, ya sin prisas y sin tiempo, un mal sueño lo despertaría y lo pondría a esperar, quieto sobre la cama, oyendo los ruidos de afuera y dentro de la casa, la hora en que debía levantar el cuerpo.
Otro día salió desde muy temprano y no regresó del trabajo. Ni tampoco al día siguiente. Fue hasta el sexto día que llegó con la camisa deshilachada, los pantalones llenos de sangre, sin zapatos y con la cara reventada. Llegó y se dejó caer sobre la mesa de la sala.
La hermana Antonia echó un grito que toda la casa se estremeció, menos papá. Él permaneció como un crucificado, pero bocabajo, ante la mirada pasmada de la muchacha, quien no supo qué hacer ni qué decir.
Mientras tanto, mamá y la tía Inés estaban buscando a papá en toda la ciudad. Ya eran como las cinco de la tarde cuando entraron ambas y encontraron que el desaparecido estaba allí, como un muerto en medio de la sala. Fue la tía Inés quien, al ver eso que parecía un cadáver, tiró la bolsa contra el cuerpo de papá, gritando como una histérica, en tanto que mamá, tal vez por la reacción de la tía, no hacía más que muecas de desesperación. Se frotaba la cara con una mano, se estiraba los cabellos, apretaba los labios, miraba a Antonia, miraba hacia donde estaba el hermano David, en fin, que no decía nada, que no gritaba como lo había hecho la tía Inés.
Pero papá, tras recibir el golpe de la bolsa contra su espalda, en vez de levantarse, giró el cuerpo y cayó golpeando la cara contra el mosaico. De inmediato la sangre comenzó a escurrir.
-¿Está borracho? –preguntó la tía Inés.
Antonia negó con la cabeza, y luego aclaró:
-No ha abierto la boca desde que llegó. No huele a alcohol ni a nada como eso.
-¿Hacé cuánto que llegó? –habló mamá, sin dar un paso hacia donde estaba tirado papá.
-¿Hace como cuánto, David? –se dirigió Antonia a su hermano.
-Yo creo que hace como una hora –respondió éste.
Pero papá no se movía. O mejor, era su cuerpo el que estaba con espasmos. Parecía estar llorando.
-¡Qué ha ocurrido! –gritó esta vez mamá, y esta vez sí fue a acercarse adonde estaba papá desangrándose, gimiendo de un modo enternecedor.
-Llamaré a la Cruz Roja –dijo la tía Inés.
Mientras llegaba la ambulancia, mamá y la tía Inés se pusieron a fumar y a beber un refresco en la mesa redonda de la cocina. Antonia subió a su habitación. David se levantó de donde estaba y fue a sentarse en el suelo, muy cerca de papá. Durante todo ese tiempo, David permaneció con los ojos llenos de espanto, sin dejar de murmurar una misma oración: “¿Estás bien, papá? ¿Estás bien, papá…”
Desde aquellos días, han pasado varios años. Papá no ha dejado de golpearse el cuerpo. Todo él es un mar de cicatrices. Así como hay cuerpos llenos de tatuajes, el de papá está lleno de heridas. Ante los cuestionamientos de mamá y de otras personas, sin excluir los que constantemente le hace la tía Inés, papá se ha negado a responder. Es verdad que, aun antes del accidente, papá era considerado un raro entre todos los parientes; pero ahora… sí que se ha pasado de la raya. No habla con nadie. No parece importarle nada, excepto las heridas que consigue hacerse cada día. Lo han llevado con psiquiatras, con psicoanalistas, con chamanes, con sacerdotes de diferentes iglesias, hasta con un famoso exorcista. Todo ha sido inútil. 

sábado, 7 de enero de 2012

Lloviendo entre las horas



Toda la alegría estaba entre sus piernas. Allí encontraba el pozo de la hondura sagrada. Allí el caracol era un lento andar de rodillas; lloviendo flores y aromas a todas horas. Allí la tarde era un cielo callado de aliento y espumas, de hubo calle y boca en el beso de la espera. Allí el ojo pondría su corazón de pálpito arrebolado, su docena de impulsos para socorrer la mano en su torpeza. Allí, otra vez allí, estaba toda la alegría entre sus piernas.

Por toda esa alegría andábamos somnolientos, distraídos del peligro diario de morir a orillas de las calles y de las enormes bocas de la bestia, creyendo que la noche jamás terminaría;

y todo por el gozo mismo de llover entre las horas de la hondura.



miércoles, 4 de enero de 2012

Desequilibrios






una gota de agua
sólo una gota de agua
irrepetible en su efímera caída

ni el aire
tan necesario
pudo borrar la fuerza del relámpago
en el corazón del milagro
de una sola gota de agua

ni el más leve rumor de un cristal
por el sol astillado a las 12:30
pudo ser más poderoso que
una gota de agua cayendo

una gota de agua
sólo una gota de agua
estalló en el descanso pleno de día

todo lo demás fue ola de noche
océano empapando los ojos
de tantas caras sin mañana



lunes, 2 de enero de 2012

Lluvia negra



Ese día despertaste con un agujero en el pecho. Tenías catorce años. Esa mañana, como cada mañana en que te preparabas para ir a la escuela, te levantaste de la cama y fuiste a la cocina para servirte el vaso de agua que acostumbrabas beber, antes de meterte en la ducha, para quitarte los algodones que se te hacían en la garganta. Pero esa vez no pudiste beber el agua. Había algo en ella que te hacía verla repugnante. Tampoco quisiste lavar el cuerpo.
Saliste de casa con las manos sucias, con la boca sucia, con la garganta llena de algodones y con la sensación de que tenías un enorme agujero en el pecho que no te dejaba guardar el aire que necesitabas para vivir.
            En lugar de atender las clases esa mañana, te dedicaste a dibujar varias nubes negras en una de tus libretas, debajo de las cuales punteaste la página con muchas astillas que te hacían pensar en lluvia.
LLUVIA NEGRA
Escribiste en el filo inferior de la página.
            Al final de la mañana, terminaste llenando todas las páginas de tu libreta con lluvia negra, mientras los profesores habían hablado de cosas que no te importaban en absoluto.
            -¿Qué tienes? –te preguntó mamá cuando estabas sentado, dispuesto a comer sin apetito.
            -Nada.
            -No lo parece –insistió mamá-. Te ves sucio, desarreglado, como si no hubieras ido a la escuela sino a pepenar basura. ¿Acaso te has vuelto a pelear?
            -Nada. No tengo nada –reaccionaste, sin levantar la voz, casi en un murmullo.
            Imposible decir a mamá que habías despertado con un agujero en el pecho, que habías despertado con repugnancia hacia el agua, que habías despertado sintiéndote un muerto. Imposible hablarle de todo lo que había ido ocurriendo adentro de ti en la escuela. La lluvia negra y los espectros que emergían de las páginas de la libreta.
            Ibas a tragar el primer bocado cuando mamá te detuvo, diciendo:
            -Espera. Traes las manos llenas de tinta negra. Ve a lavártelas pronto.
            Por fortuna tus hermanos estaban en casa de la abuela ese día, si no, se habrían burlado de ti por el modo en que te levantaste de la silla, y también por el modo en que fuiste caminando hasta internarte en el cuarto de baño.
-¿Por qué inclinas tanto el cuerpo? –interrogó mamá-. ¿Por qué caminas así, arrastrando un pie? Pareces limosnero.
            Imposible hablarle de la lluvia negra y de las manos que durante la mañana (((los espectros))) se habían apretado alrededor del tobillo y que no te dejaban levantar el pie derecho. Imposible hablarle del vacío absoluto en que te sentías, tragado por la nada y con el pensamiento muerto para pensar en nada verdadero.
En el cuarto de baño abriste la llave del lavabo pero no te atreviste a utilizar el agua. La dejaste correr mientras te dedicabas a buscar en el mueble una botella de alcohol y la bolsa de algodones. Después de quitarte la tinta negra de los dedos, untaste un poco de crema en ellos y, finalmente, con unas hojas de kleenex terminaste por borrar la grasa de tus manos.
            Comiste pero no bebiste el agua. Fuiste al refrigerador y sacaste la botella de leche. Serviste en otro vaso y te la bebiste de un trago. Los ojos enrojecieron por el esfuerzo que tuviste que hacer para tragar toda la leche.
            Estabas en la cama cuando escuchaste los pasos de mamá, quien, segundos después, se detuvo ante la puerta del cuarto y se asomó. Estabas con los ojos cerrados y esto permitió que ella creyera que estabas dormido. Lo cierto es que adentro de ti buscabas taponear el agujero que se te había hecho en el pecho. Apenas la escuchaste irse a encerrar en su recámara, cerraste la puerta de tu habitación y pusiste seguro. Enseguida te desnudaste y te colocaste ante el espejo del ropero. Allí permaneciste de pie hasta que la luz de la tarde desapareció.
De no haber sido por las voces y los gritos de tus hermanos, habrías permanecido allí en la penumbra, desnudo y atendiendo los ritmos de tu corazón.
-¡Por qué está la puerta con seguro, mamá! –gritó Fernando, tu hermano.
Abriste la puerta.
Fernando encendió la luz y alcanzó a darse cuenta, cuando te metías debajo de la sábana, de que estabas desnudo. De inmediato, dijo:
-Huele a perro muerto –, después de decirlo, salió de la habitación sin apagar la luz.
Temiendo que viniera mamá y preguntara sobre el mal olor que había percibido Fernando, te vestiste pronto; era seguro que Fernando había ido a decírselo. Acababas de abotonarte la camisa cuando mamá entró y caminó hasta pararse en el centro de la habitación, exactamente en el mismo sitio donde habías estado contemplando tu cuerpo durante varias horas.
-¿Hace cuántos días que no te bañas?
-Dos –respondiste en un murmullo.
-¿Cuándo te bañaste?       
-El domingo –dijiste, sentado en la cama.
-Pues te metes ahora mismo a bañar. Apestas a perro viejo de la calle.
Entraste en el cuarto de baño. Te sentaste en el suelo a pensar en lo que debías hacer. Después de un rato, te desnudaste, abriste las llaves de la ducha y dejaste que el agua corriera. Luego fuiste frotando los brazos y otras zonas del cuerpo con la crema que utilizaba mamá para quitarse el maquillaje. Cerraste las llaves, limpiaste el espejo con una mano y así estuviste varios minutos, como adentro de una gruta, meditando y tratando de resolver la siguiente cuestión: ¿Cómo hacer para que el cabello parezca estar húmedo?
Fue así que te decidiste en poner una toalla adentro del lavabo y mojarla en una parte. Luego de hacer esto, enredaste la toalla en tu cabeza y esperaste el tiempo suficiente para que se humedeciera el cabello. En eso estabas cuando tocó la puerta tu hermana Isaura, apresurándote a salir.
Al verte Fernando con la toalla enredada en la cabeza, se rio de ti diciendo:
-Pareces vieja. Tienes toda la cara sebosa por tanta crema; además, traes la toalla en la cabeza como lo hace mamá.
-¿Qué has hecho, Francisco? –preguntó mamá, observándote con mucho detenimiento-. ¿Has usado toda la crema que utilizo para quitarme el maquillaje?
Sin esperar respuesta tuya, corrió ella al baño para investigar lo que habías hecho con su frasco de crema. No pasaron ni diez segundos cuando se escuchó en toda la casa su estridente grito:
-¡¡¡ Francisco… te has acabado toda mi crema!!! ¡¡¡Me has dejado sin crema!!!
Después de oír esto, Isaura y Fernando comenzaron a reírse desde el sillón de la sala.
 Enseguida llegó mamá diciendo, con el frasco vacío en una mano:
-Te acostarás sin cenar y sin ver la televisión. Eres un cochino. Un… maldito… un desalmado…
Menos que preocuparte, por el contrario, viendo el gesto de mamá, tan cómico en su desesperación, tan melodramática cual personaje de telenovela, no pudiste contenerte. Te reíste como no lo habías hecho en mucho tiempo.
Entonces mamá, irascible por saber que estabas burlándote de ella, te tiró el frasco hacia la cara. Pero éste pegó exactamente en tu pecho, donde habías sentido el agujero en todo el día. Te golpeó tan fuerte que esto mismo hizo que cayeras desmayado en el suelo.
Despertaste sobre tu cama. Estaba el cuarto a obscuras y escuchabas la respiración de tu hermano Fernando, quien dormía profundamente en la otra cama. Ya no pudiste continuar durmiendo. Minutos después, fuiste cobrando conciencia de que había un agujero en el pecho, de que habías dejado de tener cuerpo, de que ahora ya nada más tenías una cabeza que flotaba sobre un mar de oscuridad, o mejor, que estabas en medio de una lluvia negra.

Artes apocalípticas

no merecimos un mundo mejor el color de la sangre en los ríos o mejor los ríos de sangre la peste cadaverina en las calles estornudos en ser...