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martes, 3 de julio de 2012

A orillas del absurdo












Aprendería chino mandarín o árabe y se dejaría crecer el cabello y las barbas hasta morir de olvido. El idioma de madre apenas si lo pronunciaría en pesadillas. No olvidaría el inglés ni renunciaría al poco latín que todavía mantenía en sus casos. “De lo que se trata es de asumir la absoluta confusión en todo”, se diría a sí mismo cuando cerró la puerta de casa y abandonó todo eso que lo había rodeado durante tanto tiempo; familia, trabajo, nacionalidad... Excepto la guitarra michoacana, el viejo abrigo negro y un par de libros, fue esto lo que se llevó consigo. Se iría a recorrer el mundo, a perderse en él, a vivir en él como una sombra a orillas del absurdo y el sinsentido.

            “No tengo sueños”, diría para el animal que lo acompañaba, “No tengo ganas de hacer nada. No quiero nada que me obligue a pronunciar mi nombre”. 

         Había despertado en medio de una densa oscuridad. La garganta seca y los labios enfriados por la noche de otoño. Había sentido la presencia de otra bestia, no muy lejos de donde había despertado. El animal, su acompañante desde hacía varios años, se mantuvo dormido, descansando sobre su flanco derecho.

            La figura flaca y un tanto inclinada hacia el lado izquierdo, como quien quiere ver eso que está detrás de las cosas, con los cabellos encanecidos, amarillentos por la nicotina y el humo de las fogatas a la intemperie, y su voz de ganso, rasposa, de mediana altura, iba pintando el fondo de la calle con su andar de piernas flacas, y junto a él su acompañante, un perro flaco y gris, de ojos grandes flotando en pequeños lagos anaranjados.

            Se detuvieron ambos junto al tambo de basura; antes de hurgar, recargó la guitarra en la pared y sacó de allí un sombrero de fieltro negro, se lo encasquetó y le preguntó al animal qué pensaba. El perro entreabrió el hocico para expresar una mueca burlesca, o tal vez para expresarle el cansancio y el hambre que lo traía débil, sin fuerzas para mover el rabo siquiera.

            Avanzaron algunas calles más y llegaron al parque donde había niños montados en bicicleta, u otros que jugaban a la pelota, y las niñas que había corriendo hasta alcanzar toda la alegría de la tarde. Se sentaron bajo un álamo y se pusieron a mirar el mundo. 

              El perro, al poco tiempo, fue a beber agua en los charcos que había hasta allá, del otro lado de los columpios y resbaladeros, mientras él, con los ojos cerrados, comenzó a tocar una triste canción.





2 comentarios:

  1. No sé porqué pero el texto me ha recordado a una película de animación que se titula "la tumba de las luciérnagas" Un abrazo!

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  2. En general, no soy muy dado a ver cine. Pero como ocurre en algunos casos, las conexiones estéticas y poiéticas, entre las obras, acontece con independencia de los autores.

    Un abrazo

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