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sábado, 14 de abril de 2012

Expulsados







Expulsados, deambulamos tocando la sombra bajo un sol que no muestra el lugar de la belleza. En este rumbo de ida y jamás de vuelta, va con nosotros Milendo Mares, quien no deja de sobar la cara para quitarse todas las comezones que se le han venido acumulando desde hace horas. Junto a él, de vez en cuando eleva la testa Musgo, el perro ñengo que se le volvió familia hace poco más de un año. Como si el hambre no  fuera ya suficiente en todos nosotros, ahora también las moscas se nos pegan y nos hacen palpar nuestra sucia suerte.
            -¿Te vas a quedar dónde? –exprimió la boca Tomás a su vecino Lucas.
            -¿Te has hartado de olerme o qué? –vociferó Lucas, temblando la mano sobre el cayado purépecha.
            -Estoy desesperado, nada más, de pensar y no comer lo suficiente.
            -Y entonces quieres cebarte el lonche a tus anchas, sin sentir pena de la presencia de mis huesos, ¿es así?
            Mientras Lucas y Tomás continuaban discutiendo, Milendo Mares se puso a murmurar con él mismo y a reírse cada tanto tiempo de las cosas que le contestaba el que iba adentro de él. Musgo iba al paso triste de todos los otros que nos dirigíamos a la plaza, donde nos dispersaríamos como cada mañana para hacer cada cual lo suyo; pintarnos la cara y burlarnos de las nubes que no tapaban nada, ganarnos el pan a base de imitar cantantes, tocar latas y hacer ritmos, hacerse el ciego Milendo Mares con el perro Musgo a los pies, o ayudarles a las señoras a cargar las bolsas del mercado para recoger los pesos que nos tirarían al suelo.
            Ya me lo has dicho hasta el colmo, Gabriela –iba diciendo Milendo Mares a sus ojos de vaca. Y yo te lo vuelvo a repetir: No sé dónde se me perdió el niño. Yo te digo que me lo robaron pero tú insistes en que no es cierto. Entonces yo te digo que no sé dónde se me perdió el niño.
            Musgo ladró, como para asegurarle a Gabriela que su amo tenía la razón.
            -¡Vaya perra suerte la mía! –exclamó de repente Tomás, con la torta abierta y con una cucaracha escapando por entre los dedos pardos, los cuales estrujaron el pan como para evitar así que el animal volviera a esconderse entre esas paredes de sucio queso. Pero la cucaracha, como cualquier otra criatura, escapó volando para salvar la vida.
            Viendo esto, a Lucas se le cayó el cayado purépecha y terminó doblado y palmeando las rodillas, con la carcajada a todo volumen, hasta que la tos se le vino y lo acabó tumbando hasta el pavimento. Entonces Musgo abandonó a Milendo Mares y fue a donde estaban tirados Lucas y el cayado, en quien notamos el enrojecimiento de la cara, el lagrimeo provocado por la risa y la tos y todo lo demás que le atenazaba el esqueleto.
            Eleuterio levantó el cayado mientras Tomás daba la mano y ayudaba a Lucas a ponerse en pie. Musgo regresó y se puso a la sombra de Milendo Mares. Después de todo esto, continuamos avanzando hasta alcanzar la plaza donde nos dispersaríamos para hacer cada cual lo suyo.






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