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domingo, 22 de abril de 2012

Entre la cocina y el living room



Antes habían estado los árboles inclinados al viento fresco de la tarde. Pero otro día, en otra hora menos cerrada al punteo de las agujas del reloj, estaría mi vecino Eme G jugando en palpar las formas del decir. Luego fue tocar el acorde de otro modo. El punto era disponer, distribuir el ritmo de los ojos a la par que el mundo del afuera  se agitaba en coloraciones diminutas, leves para estilarse hasta la indefinición.

Mientras tanto, el vapor de las verduras cociéndose en la estufa eléctrica, oliendo cómo iba el paso de lo duro a lo suave en la piel de las zanahorias y las calabazas, escuchando al mismo tiempo US Royalty que flogaba lavoz y el rumbo sin brújula por otras gargantas preparadas con sofilásporas, al más puro american style. Todo esto poco antes de las tres. Todo esto después de haber leído unos cuentos de Felisberto Hernández.









En una brevedad vino luego, poco antes de las tres y media, la imagen de Sor Juana armando el soneto o la redondilla ante el plato en que rebanaba el huevo o untaba el pan con mermelada de membrillo, y pensó mi vecino Eme G en que también se podía cortar el cuello en plena euforia y a cualquier hora, que no había por qué estar en el fondo negro de los barrios locos de la mente para desaparecer de la faz de los espejos a una determinada hora, que la vida bien valía un tajo en la muñeca izquierda para irse despacio a saludar a todos los inmortales que había estado conociendo desde que era un crío malcriado para ciertos profesores.







Poco antes de las cuatro, mi vecino Eme G acercó la cara a la cacerola. US Royalty ya no estaba haciendo estilaciones en el living room. Aspiró el aroma del aceite de oliva masticando otra jitanjáfora, urdida con azúcar morena y salsa de tomate. Enseguida fue dejando resbalar las rodajas del ají y de la cebolla. Poco antes de las cuatro cinco, timbraron. “¿Quién será?” se preguntó. Y entonces, como era de esperar en tipos como él, enfermos de una imaginación rasposa, la indecisión lo hizo sudar mientras se le venían imágenes de asesinos en serie: “¿Abrir la puerta o dejarlos timbrar hasta el cansancio?” Como por arte de magia, el cielo se oscureció. La tormenta estaba a unos cuantos disparos de la tarde en que se mojaría la ciudad entera. Corrió al living room y subió el volumen a una añeja pieza.





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