Antes
habían estado los árboles inclinados al viento fresco de la tarde. Pero otro
día, en otra hora menos cerrada al punteo de las agujas del reloj, estaría mi
vecino Eme G jugando en palpar las formas del decir. Luego fue tocar el acorde
de otro modo. El punto era disponer, distribuir el ritmo de los ojos a la par
que el mundo del afuera se agitaba en
coloraciones diminutas, leves para estilarse hasta la indefinición.
Mientras
tanto, el vapor de las verduras cociéndose en la estufa eléctrica, oliendo cómo
iba el paso de lo duro a lo suave en la piel de las zanahorias y las calabazas,
escuchando al mismo tiempo US Royalty que flogaba lavoz y el rumbo sin brújula por otras gargantas
preparadas con sofilásporas, al más puro american style. Todo esto poco antes de las tres. Todo esto
después de haber leído unos cuentos de Felisberto Hernández.
En una
brevedad vino luego, poco antes de las tres y media, la imagen de Sor Juana
armando el soneto o la redondilla ante el plato en que rebanaba el huevo o untaba
el pan con mermelada de membrillo, y pensó mi vecino Eme G en que también se
podía cortar el cuello en plena euforia y a cualquier hora, que no había por
qué estar en el fondo negro de los barrios locos de la mente para desaparecer
de la faz de los espejos a una determinada hora, que la vida bien valía un tajo
en la muñeca izquierda para irse despacio a saludar a todos los inmortales que
había estado conociendo desde que era un crío malcriado para ciertos profesores.
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