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sábado, 31 de marzo de 2012

Ozequiel el Bobo





-Recordarás a Bruno. El que Lewis Carroll quiso que apareciera junto a Silvia…
-Como que creo recordarlo.
-Pues te digo que ese mismo Bruno ha estado punzando en las membranas de Ozequiel. 
-¿¡Ozequiel el Bobo!? ¿Me estás hablando de Ozequiel el Bobo?
-Síbiri. Del mismísimo Ozequiel el Bobo, esposo de María Candelaria, hijo de la difunta María Engracia y del difunto José Genaro Montoya.
-¿Y qué hay con eso? O mejor, ¿qué tiene que ver Bruno el de Lewis Carroll con Ozequiel el Bobo?
-Largo sería el cuento si te lo inicio bajo el supuesto de que no has leído la obra de Lewis Carroll, Silvia y Bruno. Por eso mejor te lo pregunto: ¿la has leído ya?
-No estoy seguro, Moro Muza. Si te contesto que no, ¿como cuánto crees tardarte en contarme el cuento?
-Imposible asegurarlo, Robertico. Todo depende de cómo me vayan sonando las imágenes en la cabeza, del ritmo en que la lengua las cante y del trenzado de las hebras en que vaya asegurándolas con nudos y otras figuras que no hay para que acabar de especificar. Lo que sí puedo afirmar es que a Ozequiel el Bobo lo he visto el domingo pasado más bobo que nunca, o si lo quieres ver con otra óptica, andaba como en otra dimensión, andaba como si hubiera recién ingresado a la vida, como si todo, de repente, se le hubiera aparecido ante sus amarillos ojos por “primera vez”. ¿Captas lo que estoy sugiriendo?
-Como que creo captarlo. Pero insisto, ¿qué tiene que ver Bruno el de Lewis Carroll con Ozequiel el Bobo, quien de personaje sólo tiene el nombre, y una vida que no da más que para inventarle unos cuantos chistes mordaces.
-Allí está el detalle, Robertico –habría dicho el inolvidable Cantinflas. El detalle es que el domingo pasado me puse a contemplar a todos los parroquianos del vecindario y vi a Ozequiel caminando de una manera realmente única.
-Andaría cayéndose de borracho –comentó Roberto Amaral. Y añadió-: Domingo y… sí, de seguro andaba hasta las chanclas.
-No, Robertico –aseguró Moro Muza, con la cara recortada por la sombra que le hacía el sombrero de añeja paja-. Ozequiel el bobo andaba en su sano juicio. Después de ver cómo iba caminando pegado a las paredes y de cómo, de pronto, se detenía, rascaba en la pared, rascaba la cabeza y saltaba como si la pared misma lo hubiera lanzado de una patada hacia la calle, decidí abordarlo. Me le acerqué diciendo: “¿Qué hay, Ozequiel? ¿Andas cazando arañas en los alféizares?” Pero él no soltó ni un monosílabo siquiera, y de sus ropas no me llegó el tufo de que estuviera empapado en alcohol. De hecho, te digo que traía puestas las ropas de domingo. Entonces se me quedó mirando con sus ojos de gato enfermo, legañosos y enrojecidos, y luego de sonreír, volvió a pegarse en la pared y se fue yendo como si se escondiera hasta de su propia sombra. Yo lo seguí, convencido de que Ozequiel no estaba mirando el mundo en que yo me encontraba, lo seguí para ver qué otras cosas raras haría en ese mundo del que estaba yo completamente excluido.
-Adosado a los muros –continuó Moro Muza el relato-, se fue yendo hasta detenerse otra vez para hacer los mismos gestos que había venido haciendo, y yo, como si flotara en un mar de ansiedades, continué observádolo. Estábamos en la calle donde vive la tía de su mujer, doña Estefanía la bigotuda. Precisamente se había detenido afuera de la casa de doña Estefanía. Allí recargó el pecho, y con la cara pegada, entrecerrando los ojos se puso a murmurar sabe dios qué letanías. Después de varios minutos, comenzó a palpar la pared con la mano extendida. Palpaba y daba suaves golpes. Palpaba y daba suaves palmaditas.
-Los paseantes -algunos, los menos- miraron a Ozequiel como si se tratara de un chiquillo jugando a atrapar la luz; pero hubo otros, sobre todo las mujeres, que se detuvieron y permanecieron un buen rato: atentas a todo lo que hacía o dejaba de hacer Ozequiel el Bobo. Pero fue hasta que salió la tía de María Candelaria que Ozequiel saltó hasta el otro lado de la banqueta, y con esto asustó a varias mujeres, quienes corrieron desbalagándose en distintas direcciones.
            -¡Y tú… -exclamó doña Estefanía, asomada en la ventana, con el pelo gris revuelto y un cigarrillo entre los dedos- qué bicho se te ha metido!? ¿Te ha corrido Candelaria o qué?
            Pero Ozequiel, que seguía descubriendo el mundo en que había despertado ese domingo, ignoró a la tía y se fue yendo por debajo del bordillo de la acera.
            -En fin, Robertico, digo yo que Ozequiel continuó examinando la dureza de las paredes, continuó deteniéndose en cada ventanal para observar los efectos de la luz, y luego otra vez a empezar –supongo- con el análisis de las cualidades de la realidad callada y sonora, de la realidad suave y áspera, de la realidad en su temperatura, de la realidad en la transparencia y las opacidades… Digo todo esto, a partir de relacionar cada uno de los gestos que hizo Ozequiel el Bobo en las dos o tres horas que duró su viaje por el vecindario. Cuando estaba frente a la puerta de su casa, como cualquier otro que ha regresado del trabajo, extrajo el llavín del bolsillo de su pantalón y lo introdujo con toda normalidad en la cerradura. Entró a su casa y se integró, seguramente, en el mundo en que había estado viviendo desde hacía varios años.
            -Yo creo que la Cande le habrá puesto algo en el café del domingo –comentó Roberto Amaral- y por eso lo viste haciendo todas esas tonterías.
            -Podría ser, Robertico, por qué no. Pero lo cierto es que mientras fui siguiendo a Ozequiel el Bobo, quién sabe por qué razones, esto hizo que me acordara de Silvia y Bruno, la obra de Lewis Carroll. Debo admitir que la leí hace ya bastante tiempo y que quizá, entre Bruno y Ozequiel, haya nada más que una tenue relación respecto de la ontología en que los he colocado en mi relato, tan tenue relación como sólo suelen ser las relaciones comparativas en los ensueños del domingo.
            -Y después de todo esto ¿qué? –interrogó Roberto Amaral a su amigo Moro Muza.
            -Después de esto, Robertico, no hay mas que dejarnos arrastrar por el tiempo. 



2 comentarios:

  1. El relato tiene un aire de misterio que engancha. Es como si todos siguiéramos al Bobo, sin saber dónde nos lleva, pero todos detrás.
    Un abrazo.

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  2. Gracias, Blanca, por tu atenta lectura. En efecto, es con el Bobo que uno se engancha, y es con éste que uno acaba preguntándose: ¿Qué fue lo que acabó sucediendo adentro de la casa de Ozequiel el Bobo?

    Abrazos de este otro Bobo

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