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lunes, 2 de enero de 2012

Lluvia negra



Ese día despertaste con un agujero en el pecho. Tenías catorce años. Esa mañana, como cada mañana en que te preparabas para ir a la escuela, te levantaste de la cama y fuiste a la cocina para servirte el vaso de agua que acostumbrabas beber, antes de meterte en la ducha, para quitarte los algodones que se te hacían en la garganta. Pero esa vez no pudiste beber el agua. Había algo en ella que te hacía verla repugnante. Tampoco quisiste lavar el cuerpo.
Saliste de casa con las manos sucias, con la boca sucia, con la garganta llena de algodones y con la sensación de que tenías un enorme agujero en el pecho que no te dejaba guardar el aire que necesitabas para vivir.
            En lugar de atender las clases esa mañana, te dedicaste a dibujar varias nubes negras en una de tus libretas, debajo de las cuales punteaste la página con muchas astillas que te hacían pensar en lluvia.
LLUVIA NEGRA
Escribiste en el filo inferior de la página.
            Al final de la mañana, terminaste llenando todas las páginas de tu libreta con lluvia negra, mientras los profesores habían hablado de cosas que no te importaban en absoluto.
            -¿Qué tienes? –te preguntó mamá cuando estabas sentado, dispuesto a comer sin apetito.
            -Nada.
            -No lo parece –insistió mamá-. Te ves sucio, desarreglado, como si no hubieras ido a la escuela sino a pepenar basura. ¿Acaso te has vuelto a pelear?
            -Nada. No tengo nada –reaccionaste, sin levantar la voz, casi en un murmullo.
            Imposible decir a mamá que habías despertado con un agujero en el pecho, que habías despertado con repugnancia hacia el agua, que habías despertado sintiéndote un muerto. Imposible hablarle de todo lo que había ido ocurriendo adentro de ti en la escuela. La lluvia negra y los espectros que emergían de las páginas de la libreta.
            Ibas a tragar el primer bocado cuando mamá te detuvo, diciendo:
            -Espera. Traes las manos llenas de tinta negra. Ve a lavártelas pronto.
            Por fortuna tus hermanos estaban en casa de la abuela ese día, si no, se habrían burlado de ti por el modo en que te levantaste de la silla, y también por el modo en que fuiste caminando hasta internarte en el cuarto de baño.
-¿Por qué inclinas tanto el cuerpo? –interrogó mamá-. ¿Por qué caminas así, arrastrando un pie? Pareces limosnero.
            Imposible hablarle de la lluvia negra y de las manos que durante la mañana (((los espectros))) se habían apretado alrededor del tobillo y que no te dejaban levantar el pie derecho. Imposible hablarle del vacío absoluto en que te sentías, tragado por la nada y con el pensamiento muerto para pensar en nada verdadero.
En el cuarto de baño abriste la llave del lavabo pero no te atreviste a utilizar el agua. La dejaste correr mientras te dedicabas a buscar en el mueble una botella de alcohol y la bolsa de algodones. Después de quitarte la tinta negra de los dedos, untaste un poco de crema en ellos y, finalmente, con unas hojas de kleenex terminaste por borrar la grasa de tus manos.
            Comiste pero no bebiste el agua. Fuiste al refrigerador y sacaste la botella de leche. Serviste en otro vaso y te la bebiste de un trago. Los ojos enrojecieron por el esfuerzo que tuviste que hacer para tragar toda la leche.
            Estabas en la cama cuando escuchaste los pasos de mamá, quien, segundos después, se detuvo ante la puerta del cuarto y se asomó. Estabas con los ojos cerrados y esto permitió que ella creyera que estabas dormido. Lo cierto es que adentro de ti buscabas taponear el agujero que se te había hecho en el pecho. Apenas la escuchaste irse a encerrar en su recámara, cerraste la puerta de tu habitación y pusiste seguro. Enseguida te desnudaste y te colocaste ante el espejo del ropero. Allí permaneciste de pie hasta que la luz de la tarde desapareció.
De no haber sido por las voces y los gritos de tus hermanos, habrías permanecido allí en la penumbra, desnudo y atendiendo los ritmos de tu corazón.
-¡Por qué está la puerta con seguro, mamá! –gritó Fernando, tu hermano.
Abriste la puerta.
Fernando encendió la luz y alcanzó a darse cuenta, cuando te metías debajo de la sábana, de que estabas desnudo. De inmediato, dijo:
-Huele a perro muerto –, después de decirlo, salió de la habitación sin apagar la luz.
Temiendo que viniera mamá y preguntara sobre el mal olor que había percibido Fernando, te vestiste pronto; era seguro que Fernando había ido a decírselo. Acababas de abotonarte la camisa cuando mamá entró y caminó hasta pararse en el centro de la habitación, exactamente en el mismo sitio donde habías estado contemplando tu cuerpo durante varias horas.
-¿Hace cuántos días que no te bañas?
-Dos –respondiste en un murmullo.
-¿Cuándo te bañaste?       
-El domingo –dijiste, sentado en la cama.
-Pues te metes ahora mismo a bañar. Apestas a perro viejo de la calle.
Entraste en el cuarto de baño. Te sentaste en el suelo a pensar en lo que debías hacer. Después de un rato, te desnudaste, abriste las llaves de la ducha y dejaste que el agua corriera. Luego fuiste frotando los brazos y otras zonas del cuerpo con la crema que utilizaba mamá para quitarse el maquillaje. Cerraste las llaves, limpiaste el espejo con una mano y así estuviste varios minutos, como adentro de una gruta, meditando y tratando de resolver la siguiente cuestión: ¿Cómo hacer para que el cabello parezca estar húmedo?
Fue así que te decidiste en poner una toalla adentro del lavabo y mojarla en una parte. Luego de hacer esto, enredaste la toalla en tu cabeza y esperaste el tiempo suficiente para que se humedeciera el cabello. En eso estabas cuando tocó la puerta tu hermana Isaura, apresurándote a salir.
Al verte Fernando con la toalla enredada en la cabeza, se rio de ti diciendo:
-Pareces vieja. Tienes toda la cara sebosa por tanta crema; además, traes la toalla en la cabeza como lo hace mamá.
-¿Qué has hecho, Francisco? –preguntó mamá, observándote con mucho detenimiento-. ¿Has usado toda la crema que utilizo para quitarme el maquillaje?
Sin esperar respuesta tuya, corrió ella al baño para investigar lo que habías hecho con su frasco de crema. No pasaron ni diez segundos cuando se escuchó en toda la casa su estridente grito:
-¡¡¡ Francisco… te has acabado toda mi crema!!! ¡¡¡Me has dejado sin crema!!!
Después de oír esto, Isaura y Fernando comenzaron a reírse desde el sillón de la sala.
 Enseguida llegó mamá diciendo, con el frasco vacío en una mano:
-Te acostarás sin cenar y sin ver la televisión. Eres un cochino. Un… maldito… un desalmado…
Menos que preocuparte, por el contrario, viendo el gesto de mamá, tan cómico en su desesperación, tan melodramática cual personaje de telenovela, no pudiste contenerte. Te reíste como no lo habías hecho en mucho tiempo.
Entonces mamá, irascible por saber que estabas burlándote de ella, te tiró el frasco hacia la cara. Pero éste pegó exactamente en tu pecho, donde habías sentido el agujero en todo el día. Te golpeó tan fuerte que esto mismo hizo que cayeras desmayado en el suelo.
Despertaste sobre tu cama. Estaba el cuarto a obscuras y escuchabas la respiración de tu hermano Fernando, quien dormía profundamente en la otra cama. Ya no pudiste continuar durmiendo. Minutos después, fuiste cobrando conciencia de que había un agujero en el pecho, de que habías dejado de tener cuerpo, de que ahora ya nada más tenías una cabeza que flotaba sobre un mar de oscuridad, o mejor, que estabas en medio de una lluvia negra.

2 comentarios:

  1. Angustia leerlo, pero es realmente bueno.
    Un abrazo.

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  2. Así me parece,Blanca, una breve historia expuesta en la angustia de ser cada día.

    Gracias

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