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sábado, 29 de octubre de 2011

Pulso apenas



Casi estaba resuelto el enigma,
casi podía experimentar el escozor
de los animalejos enloquecidos
corriendo a saltos por rumbos capilares,
y el grito de tocarlo todo, todo,
en ese instante supremo que deviene,
poco antes del minuto veinte,
cuando se derrumba la vigilia
y aparece el sueño.

Fue una hora de brisa
cobijando espera sin saberlo,
apenas presentimiento, pulso apenas,
como adentro de un párpado herido,
despegado al filo de la sombra,
temblando a fuerza por resolver enigmas
en el sueño que se fingía eterno. 



jueves, 27 de octubre de 2011

Interiores



     “Todo acaba yéndose, al fin de cuentas, por los caños que van al mar”, dijo Servando, en medio de los vapores producidos por la ducha. Lo había dicho como un gesto purificador o liberador de esos estados de consciencia en que lo ponían de cuerpo entero en las fauces de la bestia moral. Y así como había dicho tal cosa para desbaratar la mordida que se haría y que lo dejaría canijo, así también se ponía a cantar –sin tono ni ritmo sostenido- viejas canciones, generalmente boleros o baladas cursis.
    “Mabeca, Mabeca… ¿qué habrá sido de tu vida?”
     Mientras secaba el cuerpo, las emociones se hicieron presentes, permanecieron una brevedad entre el pecho y la garganta, y, antes de desaparecer en los pliegues del negro laberinto en que se perdía todo lo que la vida entregaba, recordó aquellos momentos en que había estado con Mabeca, después de vivir aburridas clases en la facultad. “Nada más emocionante que el cuerpo de Mabeca, y no las tediosas teorías de semiótica que nos tiraba al sueño el pobresor Mora. Nada más aleccionador que el temple rebelde de Mabeca, y no la mediocre sumisión de los profes que babeaban cólera y terror ante las autoridades de aquella perra burocracia universitaria”.
     Todavía no acababa de salir de los vaporosos ensueños en que había estado metido, cuando apareció Eloísa diciendo:
     -¿Vendrás a comer?
     Antes de responder, Servando talló adentro de la oreja con la punta de la toalla, dio algunos golpecitos en la cabeza para sacarse el agua y, dejando caer la toalla en el suelo para que Eloísa la recogiera, contestó:
     -No lo creo. Hay demasiadas cosas que tengo que resolver en la oficina.
     -La vida no es sólo trabajo –se quejó Eloísa, con el cuerpo recargado en la jamba de madera nueva, con los ojos puestos en la toalla, donde encontraba algo más que una tela afelpada. Imposible saber qué veía en ella, lo que sí era cierto es que estuvo con los ojos tirados con la misma e insignificante lasitud en que las cosas alcanzan el valor de los desechos.
     -No insistas con esa misma frase, por favor –reaccionó Servando, mientras se dirigía desnudo a buscar la ropa interior en los cajones retintos del ropero.
     -Lo mismo diría yo. Siempre sales con la misma excusa: “Tengo demasiadas cosas que hacer en la oficina” –dijo Eloísa esto último con fingida voz y como a punto de romper con los puños cualquier cosa que se le pusiera enfrente.
     Despues de haber recogido Eloísa la toalla, salió  del cuarto.
     Nuevamente las emociones ocurrieron en el cuerpo de Servando.
     “Ya lo creo que la vida no es sólo trabajo”, se dijo a sí mismo, mientras mojaba la cara con  agua de colonia ante el espejo del cuarto de baño. Enseguida cerró los ojos para embriagarse con la fresca sensación que acabaría haciendo un helado remolino en la nuca:  “Te odio”, dijo después de alzar los párpados y de ver la imagen que estaba reflejándose adentro del ambarino cono de luz.
     Cuando estaba sentado en la sala del comedor, bebiendo el café con leche y mientras revisaba el periódico, nuevamente se le vino la imagen de Mabeca. La vio sentada en el sillón rojo, detrás del habitual desorden de discos y revistas tirados en el suelo. Recordó nítidamente esa ventana empapelada que evitaba entrar las miradas de los moradores de ese edificio de departamentos a las orillas de la ciudad. Estaba desnuda, con la cara asombrada en el hueco de luz que hacía una lámpara de pie, con un cigarrillo encendido y abierta de piernas, borracha con cerveza y vodka, ausente o encerrada dentro de sí misma, ajena de todo lo que habían sido los  escarceos amatorios con el último amante de esa tarde.
     “¿Dónde estarás ahora, Mabeca?”
     -Quiero decirte una cosa, Servando –interrumpió Eloísa los ensueños del marido-. No volveré a cocinar nunca más. Estoy harta de preparar platillos que tú ni siquiera pruebas. De seguir así, pasándote las horas en la oficina, más que en casa, pronto tendré que repensar en si quiero realmente continuar casada contigo.
     -Hasta cuándo comprenderás, mujer, que todo lo que hago es para lograr un mejor futuro para nosotros. ¿Acaso no comprendes esto?
     -¿Futuro? ¿Cuál futuro, Servando? Yo no quiero un futuro en el que me vea junto a un perfecto desconocido; además, vieja y, por lo que parece, sin hijos, mirando con escalofríos y achaques cómo irá acercándose la muerte, mientras tú quién sabe qué jodidos estarás haciendo afuera de casa, huyendo de mí como si fuera una rata. Yo no quiero un futuro así, Servando. No quiero ser una cosa arrumbada.
     -En verdad que eres dramática, Eloísa. Pensándolo bien, debiste ser actriz. Tus dotes histriónicas se están desperdiciando aquí. En lugar de estar reclamándome, bien harías en buscar un papelito en alguno de los grupos de teatro de la ciudad, mejor harías en sacarle jugo a tus dotes en los escenarios, quien quite y con el tiempo se fije en ti algún director de cine y te haga ganar grandes cantidades de dinero y alcanzar la fama que aquí, en esta casa, imposible que pueda suceder … Pero bueno… primero habría que hacerte algunas cirugias menores, sin duda, antes de estrenarte en el mundo del espectáculo.
     -¡Eres detestable! ¡Eres un maldito perro! –Lloró Eloísa, y corrió a encerrarse en la recámara.
     Servando dio el último trago al café, recogió la maleta de cuero y salió sin despedirse de su mujer.
      Adentro del coche marcó en el celular y se puso a hablar mientras esperaba a que el motor del carro hiciera subir los aceites. Después de acabar de hablar con, al parecer, algún cliente, volvió a marcar y, esta vez, se comunicó de manera breve, tan breve y puntual como un estornudo.
     Dijo:
     -Hola, cariño. ¿Te apetece que comamos en El Molino Azul? ¿O prefieres otro sitio?
     -…
     -Bien. Entonces nos vemos a las tres en punto. Te recojo donde siempre… Chao.
     Contento con el resultado, Servando dio volumen al estéreo y puso en marcha el carro. Al tiempo que se oía una canción de Juanes, se enfiló por las calles y avenidas que lo llevarían al despacho donde acostumbraba trabajar algunas pocas horas.


domingo, 23 de octubre de 2011

A un costado de la oreja

(((aquí había una imagen, ahora solo queda otra imagen: perfecta en su ausencia)))


Una línea cierta, veloz, alucinante
Atravesó a un costado de la oreja.
Ya en otra tarde el zumbar se había presentado
Y todo el tiempo fue pensar con formas sueltas
Hasta alcanzar el mensaje de la historia breve.
Lo cierto era no hablar sobre eso
Que se desbarataba en el fondo de los ojos.
No decir que había llegado el otro
Con las uñas rotas y la seca voz
De tantos desiertos en la piel
Hasta los huesos.
No había que agitar la cabeza
Para estar seguros de eso
Que había sucedido a un palmo de la oreja.


jueves, 20 de octubre de 2011

El miedo de Gilberto


Tenía cuarenta años, cuando Gilberto decidió no dejar pasar el día. Desde temprano en la mañana, me despertó diciendo: “He soñado algo inolvidable, Lucía. Soñé que estábamos en el parque donde nos conocimos. ¿Recuerdas? Pero estaba el parque mucho más lleno de arbustos, con más jardines y flores y eucaliptos. Tú estabas disfrutando de un helado y yo miraba el estanque donde había gran cantidad de cisnes que hacían figuras, como si estuvieran realizando una danza suave en el agua verde y acorde con el ritmo que hacían las otras formas que se movían alrededor. Mientras tú gozabas con el paladar, yo gozaba con la mirada y el oído. Escuchaba la música de los colores en medio de ese silencio transparente”.
     Luego de acabar de contar el sueño, Gilberto me abrazó y me dijo al oído: “Estoy seguro que este día permanecerá dentro de mí, indefinidamente. Presiento que será un sábado inolvidable como el sueño mismo que acabo de contarte. Te amo, Lucía”.
     Me apretó tan fuerte, que noté que algo dentro de Gilberto había ocurrido, algo de lo que él, quizás, no estaba enterado.
     Teníamos cuatro años de vivir juntos; yo era su tercera esposa. Aunque no hablaba nunca de manera directa de sus anteriores mujeres, bien se podía inferir que había fracasado como marido y como padre en ambos matrimonios. Con la primera mujer había procreado dos niñas; con la segunda, un niño. En nuestro caso, estábamos sin hijos. Fue él quien me propuso no tener criaturas hasta estar seguros ambos de que querríamos vivir juntos hasta la muerte. Yo estuve de acuerdo. Soy mucho más joven que él y bien puedo esperar algunos años más para embarazarme. Aunque, a decir verdad, yo hubiera querido ser madre a estas horas de la noche. Es tan asfixiante caminar siempre por los mismos huecos del día, con las mismas manos y con el mismo sentimiento de fastidio por todo lo que acontece. Pero bueno, otra sería la historia si me pongo a hablar de mí, en vez de contar sobre lo que sucedió ese día en Gilberto, desde temprano en la mañana.
     “Yo también te amo”, le dije, luego de haber sentido toda la fuerza de sus manos apretando sobre mi espalda.
     “Te propongo ir al parque”, me dijo. “Quiero saber si es posible vivir realmente lo que el sueño me ha enseñado. ¿Te parece?”
     Acepté, sintiendo todavía la plancha sobre mis pechos a causa de su efusivo abrazo. Enseguida, a manera de broma, le pregunté: “Oye, Gilberto, ¿acaso en el sueño, antes de estar en el parque, hubo desayuno?” Para mi sorpresa, sus ojos me miraron de una manera distinta a la de otros días. No había en ellos el brillo de la alegría o la transparencia dulce, tranquila, de quien está mirando con amor y ternura a su mujer. Por el contrario, vi en sus ojos la expresión de alguien que se siente perdido en medio de la noche. Percibí la mirada de un niño aterrado. Por eso fue que dije: “Será maravilloso volver a estar en la banca donde nos vimos por primera vez y donde me hiciste reír tanto con tus cuentos”. Después de decir esto. Gilberto volvió a abrazarme, esta vez con menos fuerza, y me susurró: “Gracias, Lucía, por estar conmigo”.
     Como era de esperarse, en el parque no hubo cisnes ni danza ni más arbustos ni más eucaliptos. Sí hubo, en cambio, el helado de fresa y limón para mí, y una paleta de nuez para él. Encontramos la banca en que nos habíamos conocido y nos pusimos a hablar, sobre las viejas tiras de madera gris, de las cosas que nos habían ocurrido durante la semana. Luego de caminar por todo el parque, nos fuimos a comer mariscos y a beber cerveza clara en una fonda ambientada con rockola y patas de elefante en las esquinas. Al final de la tarde llegamos cansados a casa, pero contentos. Hicimos el amor bajo la ducha, y también en el sofá de la sala, mientras en el estéreo Pink Floyd tocaba desde el lado oscuro de la luna. Para acabar de llenarnos, pedimos por teléfono una pizza y la cenamos con vino tinto. Definitivamente, había sido un sábado maravilloso.
     Estábamos mirando un programa en la televisión cuando Gilberto, inesperadamente, se levantó y se puso delante del televisor para decirme, o mejor, para gritarme: “No quiero que acabe este sábado, Lucía. No quiero que llegue el domingo. Ha sido tan increíblemente especial éste día, que me aterra saber lo que podría suceder mañana. Odio los domingos, Lucía. Odio los domingos. Los odio, los odio…”
     Mientras iba gritando esta última frase, en un crescendo aturdidor y desesperante, el terror comenzó a chorrear por sus ojos y la piel de su cara fue perdiendo color. Dejó de gritar hasta que se le llenó la boca de una tos imposible de detener.
     Había sido tan triste verlo sudar y toser hincado sobre el tapete verde, tan triste escuchar esa tos de perro enfermo, tan triste verlo temblar con los ojos enrojecidos y llenos de pánico, que fui a abrazarlo. Me hinqué, puse la cara sobre su pecho y comencé a decirle, de una manera suave, al tiempo que acariciaba su mano: “No pienses en el domingo, Gilberto. No dejes que te aterre el mañana. Te quiero mucho, amor. Te quiero. No pasará nada si llega el domingo”.
     Antes de separar la cabeza, escuché el galopar frenético adentro de su pecho, y su respiración agitada, y el temblor de sus brazos. Había cedido la tos; pero no el miedo, no la angustia de que entrara el domingo a la casa. Mas, en el reloj de pared, se nos avisaba que el domingo había llegado hacía más de una hora.

martes, 18 de octubre de 2011

Abierto en la manzana



…sensación de extravío… de alfileres punzando alrededor de la boca… al otro lado de los dientes sangraban los ojos sobre nubes pardas… el instante cierto en que lo patearon como una lata en el pavimento… fue como descomponer el mundo de sus sueños… quizás… lo abandonaron hacia ese incierto rumbo… quedó con la cara mirando el fondo negro de las llantas… fue ver allí en la sombra la navaja al cuello… fue estar allí tres o más segundos con las sienes reventando y el burbujeo atrás del pestañeo… hubo allí el aliento amargo de la calle exhibiendo su basura a un paso de sus manos… fue como quitarle una hebra a la infinita madeja de terror… tal vez... una letra al texto inconcluso… un salto de palabra en la fábula interminable… un grito abierto en la manzana… una cifra en los periódicos… una estadística más…
     Limpio el cielo en la mañana. Limpia la cortina en que asoma el marco negro de una puerta. Limpia la calle donde hubo un asesinato en la madrugada. Limpio el coche donde golpearon pies y caras. Limpio el cuerpo sobre la plancha.
     -Vengo a identificar el cuerpo.
     -¿Cuál cuerpo?
     -Mataron a mi hijo. Vengo a identificar el cuerpo de mi hijo.
     Todo blanco allí. Todo en oloroso silencio. Todo frío y muerto.
     Sólo ella respira. Ella oye que respira. Ella se acerca. Tiene miedo de mirar a su hijo muerto. Ella aprieta los labios, los párpados. Ella hunde las uñas en su cara. Ella grita. Grita para despertarlo. Grita para quitarse todos los recuerdos. Ella grita hasta caer en el suelo. Grita. Grita. Pero el muchacho sigue muerto.

jueves, 13 de octubre de 2011

Suelto de la cabeza



Dijo que estaba suelto de la cabeza. Precisamente desde aquella mañana en que la puerta del carro le había aplastado el dedo gordo de la mano izquierda, desde entonces, su vida ha girado en la noche de sus días, es decir que se ha dedicado nada más que a ver y sentir cómo la uña crece y crece “haciendo una comezón que no se me va ni rascándome con navajas”.
     Días después, cuando todavía estaba con el dedo hecho un hongo negro, lo despidieron de su trabajo (Biblioteca Pública del Estado). El pretexto fue que con una mano así no se podía ser eficiente (bibliotecario). Pero lo cierto fue que se aprovecharon de la situación para deshacerse de él. Nada extraño. En estos tiempos en que nada se hace ni permanece conforme a los más elementales derechos. Nada raro, cuando todo se ha vuelto materia de mercado, cuando todo el valor de vivir se ha dejado a los caprichos de la especulación financiera, cuando todo lo que huele a humano ha sido dejado a la intemperie, al abandono, cuando todo lo que parecía ser inamovible (el derecho a vivir y a dejar vivir) ha sido tirado como si de algo inservible se tratara. Cuando algo como esto ha venido ocurriendo en la mayor parte del mundo, si no es que en todo el mundo, entonces, era previsible que a él lo echaran al bote de los desempleados.    
     -No puedo hacer otra cosa, Sonia –me dijo, hace tanto tiempo-, que pensar en el accidente que me ha puesto así; sin ganas de salir ni a comprar cigarros a la esquina. Luego está esta comezón que ya no me deja ni fumar tranquilamente como en otras noches. Y el cordón que han puesto tan arriba para quienes no tenemos fuerzas ni edad para saltar a coger la zanahoria del trabajo. Imposible hacer otra cosa que sobar y sobar el seso y limpiarlo cada dos o tres minutos, pues cada dos o tres minutos surgen las inmundicias propias del coraje y del rencor, o aparece la viscosidad en que yacen atrapados los inolvidables momentos que ahora, a la distancia, se antoja que fueron momentos de felicidad o, al menos, de suave alegría.
     Después de decir esto, más por impotencia que por desilusión, le dije:
     -Por mí, puedes pudrirte en tu sábana. Por mí, puedes hacer de tus días un cementerio.
     Finalmente, nada más que para hacerlo enojar, terminé gritándole:
     -Pero que te quede claro: yo no voy a responder por todos los gastos de la casa. Yo no voy a ser tu seguro de desempleo por el que podrás seguir fumando y bebiendo café a todas horas. Yo no seré indefinidamente la que trabaje y cocine para que tú sigas en tus contemplaciones, en tus divagaciones o, como has dicho, para que sigas “limpiando el seso”.
     Todo lo contrario a lo que yo esperaba; no se defendió, no se enojó, no gritó, no apretó los dientes. Lo que hizo fue doblar las rodillas y esconder la cabeza bajo la sábana.
     Tuve que dejar la pieza e irme a dormir en el cuarto de los niños.
     Desde entonces resulta imposible estar junto a él. No duerme. No hace más que estar de pie durante horas, mirando por la ventana hacia los otros edificios. O bien, se la pasa sentado, contemplando el dedo de la mano izquierda. Durante la noche, apenas si duerme una hora. Se levanta y se pone a rondar el departamento. Todo el espacio –alrededor suyo- se llena de una energía intolerable. De seguir así, acabará enloqueciendo, si no es que ya lo está.
     Hace días que no he querido ni verlo. Apenas si ha comido lo que le he dejado en el refrigerador. Quizás sea mejor llevar a los niños con la tía Rosa, para que jueguen allá con sus primos y vivan allá el tiempo que sea necesario. Pero es difícil que lo haga. Lo único que haría es hacer más honda la brecha. No tengo ningún derecho en tratar de separar a los niños de su padre. Tampoco quiero causar lástima a nadie. La cuestión, sin embargo, es saber si él aún se acuerda que tiene hijos. Se lo preguntaría si tuviera fuerzas para desbaratar la rabia que me entra cuando miro su sombra ambulando por la sala. ¿Qué hacer? ¿Qué puedo hacer para no estar más en la situación en que nos encontramos? Maldita la hora en que lo despidieron. Maldita la hora en que se apachurró el dedo. Maldita la hora en que me dijo que estaba suelto de la cabeza.

martes, 11 de octubre de 2011

Demasiado tarde



En el grito el viento helado
De un vacío colmando el pecho,
Fuera de tarde o de mañana
El puño de sus labios pegaba fuerte
Hasta ponerlo de rodillas con las manos
Frías, entumecidas en la cara.

No había cómo evitar el golpe
De ladrillos en que se derrumbaba el miedo,
Ni cómo hacer creer, a sí mismo,
Que los días traerían caricias, besos de muchas tardes,
Horas de muchas playas y descubrimientos.

No había cómo borrar todo el odio
Que impulsaba el golpe hasta la nuca,
Ni cómo acallar el brutal grito
Que acompañó tantos dolores,
Tantas palabras tiradas con desprecio.

Ya es tarde, demasiado tarde,
Para sacar todo el terror
Que la piel asimiló hasta en los sueños,
Esos sueños en que no dejó de haber perros negros
Disputando las vísceras
Entre espesos charcos de excremento.

sábado, 8 de octubre de 2011

Momento irrepetible







Puesta la línea, a voluntad de un momento irrepetible,
Sólo para remitir el forcejeo de lo que escapa,
Quiso el día oscurecer su cielo
Y llenar de estrellas los ojos
Que se cerraban de sueño sobre una mesa negra.
No había nadie, a esa hora en que saltó la tabla el gato blanco
Y se acurrucó bajo el brazal de la magnolia.
No había nadie para oír cantar las voces, de color sepia,
A la luz del farol morado en que se había detenido  
Una sombra azul sobre la pared de piedra. 







jueves, 6 de octubre de 2011

ADN culturales



En alguna parte leí, o escuché, no sé, que Juan José Arreola estaba convencido de que las “mejores cosas que pensaba”, antes que él, otros ya las habían imaginado. Me parece que esto sucede porque en la vida, inevitablemente, así como hay un ADN en que se guarda la filiación genética de los cuerpos, hay también un continuo de series de ADN metafísicas en que se guardan filiaciones culturales; sean éstas filosóficas, literarias, musicales, científicas, etcétera. Digamos que en Juan José Arreola asoma la tesis, una vez más, de que nada surge de la nada, o mejor, que todo nace y se hace en correspondencia con un todo múltiple (pienso en una especie de “océano adenico” –por lo de ADN) complejo e impreciso, tal cual viene a suceder en los mundos de la mente caósmica; comúnmente nombrada “vida del hombre”.
     

Podríamos continuar diciendo que en tal océano es donde “la idea del hombre en el hombre” (Bajtin) –que a Dostoyevski tanto le ocupó para hacerla encarnar en los personajes centrales de sus novelas - no parece detenerse, dando así una compleja red de seres humanos en constante expansión. De este modo nos encontramos con “el contemplativo” Kirilov, en Demonios, en quien se vive la experiencia absoluta de padecer la existencia o ausencia de Dios; o bien con Arkadii Makárovich, en El adolescente, cuya idea es alcanzar “la verdad vital”, la idea magnífica de estar más allá de los meros compromisos sociales que limitan el “verdadero carácter”. En resumen, la enumeración de personajes que en las novelas de Dostoyevski se ofrecen, son un claro ejemplo de “la idea del hombre en el hombre”, el cual viene a convertirse en un complejo de series vitales, “adenicas”, dispuesto dialécticamente en los océanos del vivir y padecer la existencia de uno mismo-complejo, junto a otro diferente y no menos complejo.
     
Por otra parte, quienes nadamos de muertito en los oleajes vitales de la nada, bien podemos columbrar los fondos etéreos en los que –si hacemos caso a Platón- otean y sobrevuelan las almas de diversos seres en busca de los idóneos cuerpos para desarrollarse en ideas esenciales. Pero allá arriba en el éter como abajo, en lo más hondo de los bajos fondos del magma, cobran existencia las informes sustancias que alimentan los cuerpos que, tiempo después, las portadoras mentes de estos cuerpos se asombrarán de lo que piensan, de lo que sienten, de lo que dicen, de lo que callan, de lo que está a punto de ser posible, de lo que sueñan, incluso, son estos mismos cuerpos y mentes los que suelen marchar con la sonrisa de quienes saben que van siempre a un paso de caer en los profundos abismos de lo inefable, presintiendo en ello la idea de palpar la no existencia, o bien, el más real y soberano sinsentido.
     
Si aceptamos, entonces, vivir la experiencia de las complejas series de ADN culturales que nutren los sueños en que nos olvidamos hasta de nuestro nombre, será una experiencia que irá acercándonos a la gran boca en que la lengua lame el caosmos de lo inédito. En caso de que esto ocurra, sería tanto como llegar a padecer los ritmos y sensaciones de flujos desorbitantes que bien pueden llevarnos a intensificar, en nosotros -nadadores sin preseas olímpicas ni fotografías ni efemérides- la necesidad de olvidarlo todo, con el único objeto de poder vivir la experiencia de muerte y renacimiento de Eso que, por economías espaciales de escritura, llamaremos “lo insospechado”, “lo inaudito”, lo “indescifrable”.
     
De ocurrir verdaderamente la experiencia de muerte y renacimiento en tanto umbrales para poner el pie en los terrenos de lo insospechado, podría darse el caso de que sea soltada –sin saber el cuerpo y la mente portadoras- la gota espermática en que habrá de alterarse una de las series complejas de ADN cultural en que había estado circunscrito ese-ser-de-cultura. Quien esto haga, ya puede soltar la carcajada en un desierto de infinita noche oscura. No habrá de decirse ni interrogarse a sí mismo acerca del origen de eso que han tocado sus manos y sus ojos. Será un estremecimiento, un batir de alas fénix, luego de lo cual ya puede abandonarse a otros niveles de profundidad o de altura. Todo depende de las preferencias sustantivas y espaciales que tal mente y cuerpo procuren.
     
Finalmente, no faltará quien cuestione esta idea espermática, argumentando que para que la alteración de ADN suceda, debe haber correspondencia con el lugar fértil del otro cuerpo en que tendría lugar lo insospechado. Sin duda habrá que ver esto como una continuidad, más que como una ruptura; pero lo cierto es que la idea que hemos esbozado en el párrafo anterior, va más por el rumbo del desconocimiento, que es decir, por el rumbo de lo “misterioso”, de lo no carnal ni familiar. En consecuencia, el hecho insospechado tendría que ver más con la idea de la muerte que da vida, y nada, absolutamente nada, con la idea de los empalmes o copulaciones placenteras y nada más. Por tanto, estamos pensando en el cuerpo que muere y que será aparentemente el mismo en que habrá renacimiento y umbral para que aparezca Eso, lo insospechado, lo inaudito, lo indescifrable.
     
Quien sea testigo de esto último, no hará más que constatar la aparición de algo acontecido en el vacío en que flotan memoria, olvido, consciencia, inconsciencia, conocimiento, desconocimiento y un largo etcétera de flujos “adeneicos” que ocurren en el abstracto cuerpo que llamamos sociedad - cultura.   
      

miércoles, 5 de octubre de 2011

Callaron las voces



Y de pronto callaron las voces. Entró halo blanco -de hielo negro- por la sangre.
Sangraron las cosas del decir a tientas. El coraje de ver tanta boca seca, tanta miseria, tanta lucha atrapada en la sombra.
                                                                                                    -¿Hace cuánto?
                                                                                                    -¿Qué sigue?
Preguntas que apuntan hacia materia indefinida. Tiempo lleno de espera.
Mejor decir: indiferencia, tal vez, o cabeza de nube en los abismos de la nada.
Podría citar los encabezados de los descabezamientos en diarios y revistas.
Podría traer un millón de páginas del horror.
                                                                                                      -¿Para qué?
                                                                                                      -¿Para quién?
No hay nadie del otro lado de las pesadas puertas  escuchando lo que en esta calle se grita.
Y esto… este caosmos que nos destrampa y nos pone a hablar de algo más amargo que la pena.

Y de pronto callaron las voces.
Cerraron libros y bocas a base de pantallas y risas y comerciales en breves historias con los herederos perfectos de la superficie plena.
Hablan de cosas, hablan de cosas, hablan de cosas.
                                                                                                 -¿Para quién?
                                                                                                 -¿Dónde?

¡Qué asco de historias!
¡Qué horror de higiene y transparencias!
Y callaron las voces. Callaron. Las voces. Callaron.

lunes, 3 de octubre de 2011

Las cosas que en el día te hablan

Por cosas que se presentan en su quietud y en su aparente familiaridad, los días hablan en cuerpo de ellas. Tú también hablas con ellas. Hablas de la banca y el cielo y hablas con la banca y el cielo. Quienes te miran hacen el gesto para indicar algo sobre tu locura, algo que ellos dicen. Hablan de tu locura y tú hablas de la silla que te dice:
Estoy aquí. tócame.
La silla acepta el paseo de la mosca y tú aceptas el gesto de quienes te conocen. Te ríes del perro que juega con la pelota en el parque.
El cielo está limpio, piensas.
El cielo está limpio y tú oyes lo que dicen las personas que caminan por la acera. Hablar de lo que dicen esas personas –piensas- importa menos que escuchar lo que dicen las cortinas que se mecen con el viento.
No hay lluvia. Hay viento suave que habla de tu cara y de tus manos.
Caminas y oyes las ramas de los árboles. Hueles sus colores. Palpas sus formas con los ojos. Llegas hasta la casa y miras el picaporte. Escuchas sus brillo de latón. Hueles su madera. Aprietas el botón del timbre y esperas.
Aparece un hombre de edad avanzada. Te observa bajo espesas cejas grises. Su labio inferior tiembla cuando le muestras el papel.
El hombre lo recibe y lee con dificultad eso que aparece en el papel.
En diez líneas ha gastado tres minutos. Calculas.
Tu tiempo no es su tiempo. Concluyes mientras él levanta la mano y apunta con un dedo flaco y torcido hacia el lugar de donde vienes.
Te dice: “Es allá, muchacho, donde está la casa del Dr. P…”
Después de cerrar la puerta, permaneces un rato y contemplas la porosidad de la pared blanca. Guardas el papel y te echas a caminar; no hacia donde había señalado el viejo, sino hacia la parte contraria.
De hecho, has olvidado la razón de continuar buscando el domicilio del Dr. P…. Ya sólo te interesa caminar y hablar con todas esas cosas por las que el día te habla.


(((Texto que forma parte de La noche de los días)))

Artes apocalípticas

no merecimos un mundo mejor el color de la sangre en los ríos o mejor los ríos de sangre la peste cadaverina en las calles estornudos en ser...