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viernes, 29 de julio de 2011

Kafka no ha visitado a mamá



Por cosas de la piel, Kafka no ha visitado a mamá en todo el verano. Tal vez, o seguramente, los 105°F que se han venido dando en las última semanas por acá, obligaronlo a mantenerse hundido en las frescas aguas de la tina, leyendo alguna manga japonesa y bebiendo sidra helada. Tampoco mamá ha salido al patio a pintar sus acuarelas, ha preferido encender los abanicos y andar desnuda por la casa desde las dos hasta las nueve de la noche, tiempo en que el sol nos abandona y ella se pone a escuchar sus discos en la sala, vestida con su bata azul que le regaló el tío Manuel, picando quesos y tomando cerveza obscura.
     En otra época y en otra ciudad,y por supuesto con temperaturas diferentes a las de este verano en Texas, Kafka se habría dirigido a la casa para saludar a mamá y la habría visto pintar sus acuarelas. Se habría sentado en la silla mecedora que teníamos, y mientras la tarde iba muriendo, mamá y él habrían estado charlando de sus cosas. En esa época y en aquella ciudad mamá no había comprado ninguna casa. Vivíamos en apartamento rentado, mamá trabajaba modelando, yo tenía seis o siete años y Kafka era, para mí, un ser extraño a quien me daba miedo mirar.
     ¿Quién es Kafka para mamá y quién es mamá para Kafka? Kafka ha visitado a mamá desde que yo era un bebé, creo. Cada semana llega a la casa, se sienta, revisa los objetos que mamá ha comprado últimamente y permanece quieto, oyendo las voces que suceden en la tarde. Mientras tanto, mamá pinta o le prepara alguna bebida –casi siempre agua fresca con frutas o algún té de bolsita-, y si tienen ambos humor, se ponen a hablar de sus cosas. Nunca, desde que recuerdo, los he visto discutir o gritar sus rencores o sus odios. En realidad, Kafka habla muy poco; es mamá la que usa más la lengua y es ella quien va dando rumbo a los temas. Yo hago como que no escucho ni veo nada. Cuando era niño, simulaba que jugaba, pero lo cierto es que había algo en Kafka que me aterrorizaba y que creía que, si no estaba yo allí presente, mataría a mamá con la daga que yo imaginaba que llevaba guardada en su saco de pana azul.
     Sería muy fácil asegurar que ambos son amigos desde hace tiempo, lo cual no arregla ni aclara nada, pues en el fondo hay y habrá entre ellos un mundo en el que no he tenido acceso para conocer. A mamá la quiere nada más su hermano Manuel, los otros hermanos y hermanas la desprecian y nada quieren saber de ella. De papá sólo sé que se marchó de casa cuando ella estaba embarazada. A veces he llegado a pensar si, en realidad, es Kafka mi padre y se ha hecho pasar, ante mis ojos, nada más que como un amigo de mamá. Pero pronto desecho esta idea. Él no podría ser mi padre porque él nunca se ha interesado en lo que pasa por mi cabeza. Jamás me ha preguntado nada. Es tal vez por esto que me asusta mirarlo, por todo ese mutismo que lo envuelve hasta la náusea.
     ¿Cómo se conocieron mamá y él y en qué circunstancias? Difícil decirlo. Ambos se comportan como si se conocieran desde que eran niños. Entre ellos hay una cierta comunicación animal. No es a través de las palabras sino a través de la mirada, del olfato y del pensamiento que se comunican. Lo que para mí es silencio, tal vez, para ellos es toda una algarabía de sentimientos los que se expresan el uno para el otro. Otra cosa que sé es que Kafka ha sentido en los últimos años gran atracción por las mangas japonesas, que las disfruta mucho leyendo y admirando en los rincones de su apartamento, sobre todo en las noches. Al parecer, quiere que mamá haga cuadros con la poética de las mangas; pero mamá, aunque no ha dicho un no rotundo, hasta ahora ha preferido seguir pintando naturalezas muertas o abstracciones provenientes de sus lecturas del tarot.
     -Es con esta clase de cuadros que compré la casa, ¿lo olvidas? –dijo mamá esa tarde en que Kafka le propuso cambiar de estilo y de técnica.
     -Debes intentarlo. Si en verdad te consideras artista, debes intentarlo –reaccionó Kafka.
     Después de hablar sobre esto, mamá se tiró en el jardín y se dispuso a observar las flores silvestres que habían nacido. Kafka entró en la casa, tomó su chaqueta y se fue sin decir palabra. Esto ocurrió hace más de dos meses. ¿Será que lo desilusionó la respuesta que dio mamá a su invitación? No lo creo. Más bien creo que han sido las altas temperaturas las que lo mantienen alejado de todos. Pero que yo recuerde, Kafka jamás había dejado de visitar a mamá por tanto tiempo.
     Quizás esté yo equivocado. Podría ser que sea mamá la que ha estado visitándolo, por las noches, durante las últimas semanas. Ya lo creo que sí. Mamá no tiene problemas para manejar, en la noche, el carro ni para orientarse en calles iluminadas artificialmente. En cambio Kafka, como se lo escuché decir en alguna ocasión: “Cuanto menos deba utilizar el coche, mejor”. O también, es muy probable que sólo sean inventos míos, que Kafka ha venido mientras yo estoy en casa de mis amigos y que no es cierto que se haya distanciado de mamá. Pero lo que sí es cierto es que la temperatura ha estado infernal, y que a mamá no hay nada que más la haya alejado de pintar que los 105°F. Puede pintar con 20°F, como lo hizo en el último invierno. Pero este verano ha sido, de veras, insufrible.
     ¿Por qué Kafka se vino a vivir a esta ciudad? Es otra historia que contaré más adelante, o tal vez nunca. Mamá no sabe las historias que he hecho alrededor de ambos, y prefiero que continúe ignorándolas. Son tan tristes las acuarelas que pinta, tan loca la vida en que se pasea por las calles cuando me lleva a la escuela o cuando se va sola y me abandona en la casa, que algún día pondré todo sobre ella en esta libreta. Es tan triste verla subir las escaleras desnuda o con la bata puesta, borracha, que a veces tengo ganas de echarme a correr y no parar hasta que reviente el corazón.
     Hoy es sábado. Quizás llegue Kafka de un momento a otro. Ahora estoy dispuesto, si viene, a mantener la mirada en él y a sacarle conversación. Ahora hasta siento ganas, auténticas ganas, de verlo; no sé si mamá sentirá lo mismo.

martes, 26 de julio de 2011

Interludio

Cuántas hojas en el árbol
Cuánta música de troncos y luna
Cuánto sol atravesando ventanas
Cuánto aire, color y savia.

Luego aparece el absurdo
en otras cantidades.
Hace pensar que nada
debe ser para estar sólo en la mirada.

Cuánta belleza en las mujeres
Cuánto dolor en la ausencia
Cuánta palabra descompuesta
Cuántas cosas, cuántas formas y fragancias
que nos abandonan
en el vacío de las horas.

Y entonces viene el olvido
y la destrucción que nos recuerda
que nada es para siempre.
Viene como aroma de colcha nupcial,
fresca en toda su alegría,
amarga en el lugar que ocuparon
tantas manos
tantas bocas
tanto deseo.

Cuánto pensamiento muerto en fórmulas
Cuánto cuerpo ahíto de tanta espera
Cuántos dedos rotos en el marfil
de las teclas negras y blancas.

Y de nuevo el más viejo de los absurdos
nos golpea el corazón,
nos hace padecer la entraña ardiente
de la ambición ilimitada.
Llega con su cauda transparente y desgarrada
colgando de incontables épocas.

domingo, 24 de julio de 2011

Las palabras de Marcel


A Marcel lo conocí en un trabajo editorial. Él es colombiano asentado en Austin desde hace varios años. Ha vivido en diferentes países, y me ha dicho que, si pudiera, viviría en Italia, precisamente en la ciudad de Florencia.
     Como suele ocurrir entre personas que llevan una sombra del tamaño del caosmos, a Marcel le afecta todo eso que tiene que ver con las relaciones entre espacio y tiempo, entre cuerpo y mente, entre alma y espíritu. Pero lo que más le afecta a Marcel es vivir la poderosa idea de la diferencia que se gesta efectivamente en los intersticios del ser y el no ser. “Es allí donde la mirada –me ha dicho Marcel- vaga transida por los días del olvido y la memoria. Es allí donde lo que soy se pone en cuestión por todo eso que está allí y que, en efecto, está como todo eso que no soy”.
      Cuando escuché a Marcel por primera vez hablar, fue como si estuviera entre un montón de niños que dicen y se desdicen con distintos tonos y en distintas velocidades; con ese desparpajo tan suyo para hablar de las cosas de la vida, tuve la impresión de estar escuchando galimatías saturados y suturados con fraseos quebrados y contundentes. Recuerdo cuando le escuché decir esto que, desde entonces, me ha sido inolvidable: “La gente piensa y habla con un yo improbable. La gente dice yo creo... yo supongo... yo pienso... yo digo... Y todo eso nada más que para decir lo que tantos creen, lo que tantos suponen, lo que tantos piensan (aunque no necesariamente piensan tanto; paréntesis de Marcel)”.
     Después que Marcel dijera eso -por cierto, expresado con un poco de tristeza y desesperación- recordé aquel añejo “periquete” del maestro Suaves (cuando aún firmaba éste sus periquetes como Arturo Suárez) que decía: “Cuando dices la gente, ¿te incluyes?” Y fue así que sin citar la fuente, le lancé a Marcel dicho periquete.
     “Decir la gente es tanto como apuntar -reaccionó Marcel, esta vez con un poco más de desesperación que de tristeza- hacia una nebulosa colmada de fantasmas. Por tanto, cuando digo la gente es imposible que yo me incluya, por cuanto que aún me faltan algunos lustros para dejar este cuerpo que aún me asegura que estoy vivo. En cambio el yo del que hablé hace un momento, el yo improbable de la gente que piensa que se halla dentro de un yo, es más una ilusión que otra cosa”.
     Desde que soltó Marcel todo este fraseo que he venido citando, han pasado ya varios meses, casi un año, para ser exactos. Desde entonces nos vemos de vez en cuando o nos comunicamos mediante internet, y es aquí, precisamente aquí en la internet que Marcel alcanza las alturas de su animal favorito, el cóndor.
     Ahora en lugar de estar oyendo a niños hablando con un lenguaje tan lleno de abismos y de ecos encimándose, la voz de Marcel es un entramado de líneas que se hace con curvas y ángulos, por donde los silencios son como verdaderos oasis que hay que procurar, o de lo contrario es fácil caer en estados febriles que llevan al desconsuelo y al cansancio supremo, que es tanto como sentir más necesidad de muerte que de vida.
     Desde luego que no todo en Marcel se hace con plena presencia, o si se quiere, con inolvidable hechura. En él como en todos los de su estirpe, la pendejada cobra todo el sentido de la hermosa ironía o el de la terrible contradicción. Es tal vez por esto que Marcel se ríe del académico pellejo que rezuma trascendencia. “Y mira que los poros de la piel tienen todo el encanto de la pequeñez indestructible” ha dicho Marcel en más de una ocasión. Por supuesto que alguien que afirma categórico en que el yo es algo improbable, es alguien que gusta de la música y de la poesía. De aquí que Marcel en sus breves textos que me hace llegar por email son textos que traen adjuntos musicales y, a veces, uno que otro poema del que casi siempre olvida darme a conocer la autoría.
     Ayer, por cierto, me hizo llegar el siguiente texto suyo, acompañado con música (Artificios) interpretada por un cuarteto de guitarras (Manuel M Ponce); en esta entrega no había poema o poemas adjuntos, sólo el siguiente texto que dice:
Hasta ayer supe lo que es realmente caminar en Austin (doce millas, a cálculo). Al caminar supe y sentí todo el cuerpo. Ahora puedo asegurar que se trataba de un cuerpo que caminaba bajo la ausencia de cualquier pensamiento. Todo en él se hacía sensación. El aire pegaba en mi cara, en tanto que debajo de mis pies, poco a poco, fue haciéndose un marecito de ampollas que iba convirtiéndome en el hombre más triste que puede haber sobre la tierra. Y con el viento llegaban aromas y olores propios de una carretera llena de autos corriendo a gran velocidad.
     Por el contrario ahora que te escribo, descubro que en el escribir está nada más que el pensamiento sobre un cuerpo que vive en otra parte. Es aquí en esta curva del tiempo que aparece el extraño que iba caminando ayer en sus silencios de sombra y boca reseca. Según parece, en mí estará siempre inscribiéndose esa idea de la que luego acabo hastiado hasta el putrefacto vómito.    
     Mejor es que escuches Artificios; es posible que logres experimentar, mediante algunas piezas, el vivir las delicias de una de las Mil y una noches.
      Hasta pronto,
     Marcel.
     

jueves, 21 de julio de 2011

Hoy solo pienso en la muerte

hoy solo pienso en la muerte

una ficción se ha hecho vivir

la muerte está en el nunca más
por el que transitan mis ojos,
mis manos,
pendientes del casi,
mis pies,
detenidos en la línea
en que fenece mi sombra


la vida se ha vuelto fuga de verdades
y no hay sabor en que llore mi boca
ni hay piel en que duerma
mi lengua el sueño

un océano es el sueño
un cielo negro sin horas


al poner el pie
del otro lado de la cama
mi espalda recibe el peso
de lo inexistente

noche sin mañana
mar sin arena
carne sin huesos

sin forma
con nada

hoy solo pienso en la muerte

una ficción se ha hecho vivir

miércoles, 13 de julio de 2011

De visita

Probando otra vez la noche
con el sueño de los que llegan
y se hunden en los pudrideros
de un día completo:

Amargas nubes
en la garganta del loco macilento,
corazón de espumas,
espalda agujereada por los relojes
de los bancos y las iglesias.

En la tarde las piernas solas
iban llenándose de temblores
por los callejones
en que meditaban puertas y ventanas.

Ni una pared que mantuviera alma,
ni una soga para espantar los perros.
Sin cabeza para dirigir el rumbo
las manos sueltas morían junto a bocas.
De aquí el llanto mendigo en las esquinas

En las calles el teatro de la crueldad,
la historia interminable de las mismas cosas,
y el sol, el sol que ardía en las pupilas,
el sol que quemaba las esperanzas
de los músicos ciegos en la plaza.

La vieja prostituta con el cabello amarillento,
con el leotardo agujereado y las tetas estilando,
con la boca llena de labios rojos,
saludaba a los muchachos en la esquina,
próxima al hotel de los remedios.

La vieja prostituta, borracha  de sol
y de esperar los brazos a la sombra
acabó tirándose a las llantas
de los carros nuevos.

Del otro lado de la calle,
pegados los ojos a las vitrinas,
las muchachas revisaban la figura,
mientras la vieja prostituta, con la boca llena de dolor
fue rodeada de sombras y de voces.

La ambulancia recogió el cadáver a las 3:35.
El agua de la lluvia borraría la sangre,
se llevaría los cabellos amarillentos
hasta llegar la noche.

lunes, 11 de julio de 2011

Palabras rotas

1

Palabras clave
rotas en sus venas.
Su sangre apenas
un charquito,
apenas vida llena
de pedazos y de hileras
derrumbadas en un filo
de algo incierto.

2

Era mínima la distancia
por la que asomaba un pájaro
temblando todo en las manos.

3

Rodar suave y sin rumbo
hasta que una noche
hasta que en una boca
el silencio sea toda su historia.

4

Palabras clave
rotas para la puerta
que se abre a todos los nombres
del mundo en sus fantasmas.

5

Mintió con la verdad
de un desconocido.
Sus frases de adjetivos saturadas,
de procacidad insoportable,
fueron desde siempre
nubes ácidas y
aire envenenado.

miércoles, 6 de julio de 2011

Transterrados



En Ese Lugar la población estaba compuesta por transterrados que habían huído de países ajenos a sus auténticos intereses. Aunque en todos ellos las razones y sinrazones que los había llevado a la fuga eran distintas, había algo que los mantenía cohesionados durante un tiempo, hasta que un día, después de pocos años, salían de allí y nunca más se volvía a saber nada de su fugaz existencia. Algo que los sumaba en su ir y venir por las calles de Ese Lugar, era su impermeable silencio cuando se sentaban en la banca de un parque o cuando entraban en los hoteles donde se hospedaban. Nadie, absolutamente nadie podía interrumpirlos de la caída abismal en que flotaban durante poco más de cuarenta minutos bajo la sombra de frondosos árboles o detenidos en el vestíbulo del hotel en que se detenían a contemplar las ventanas por las que el mundo les recordaba que estaban de paso en Ese Lugar.
     Respecto de la cantidad de hombres y mujeres, de transexuales y otros géneros que había en Ese Lugar, resulta imposible determinar exactamente las proporciones. Lo cierto es que era impensable ver algún niño corriendo detrás de una pelota, viajando en bicicleta o gritando a otros niños que vinieran a jugar con él en algún parque o plazoleta. Me parece que, hasta ahora, no ha llegado una familia de transterrados a vivir en Ese Lugar. Todos ellos han sido hombres y mujeres, transexuales y otros géneros, que escaparon de su tierra sin más equipaje que sus pensamientos, y sin más compañia que su propia sombra.
     Cada mañana podía uno ver esos pantalones ambulando por las angostas calles de piedra gris, descoloridos y maltratados por las inclemencias del tiempo, o bien, ver en  estivales tardes las transparencias en que las mujeres hacían palpable el cuerpo debajo de las gastadas telas de su atuendo, sin pudor alguno ante los ojos del vecino, quien rara vez echaba miradas lascivas, pues no ignoraban ambos que el sexo era pan que se ofrecía sin regulaciones mercantiles en cualesquier calles de Ese Lugar. Tampoco hay que decir que era una población enorme la que vivía allí. Alguna temporada hubo la suficiente cantidad de transterrados viviendo y llenando todos los cuartos de los hoteles; pero fue una temporada que no se ha vuelto a repetir en mucho tiempo.
     En Ese Lugar no había periódicos ni radios ni televisores ni cinematógrafos; había piscinas con aguas en distinta temperatura y profundidad, un mar a cincuenta kilómetros, un pabellón en el centro de la plaza principal cuyas paredes eran utilizadas para pintar abstracciones, o bien, para gritar en algunos salones la interminable y babélica historia de todas las voces que habían querido dejar constancia de su paso por Ese Lugar. Para ir a la playa, se tenía que viajar en bicicleta -durante tres horas cuando menos- por un camino hecho de piedras grises. Al llegar allá, había palapas donde tirarse a descansar y a beber los frescos cocos preparados que les regalaban los generosos habitantes de Esa Playa, de quienes se ha dicho que nunca renunciarán a dejar la suave arena en que fueron abandonados por sus padres los dioses. Esta generosidad era un modo de corresponder a la dolorosa historia que han vivido todos aquellos que por distintas razones decidieron perder los orígenes de su frágil y –a veces- complicada identidad.
     Los hijos de esos dioses, desnudos hasta en las más dramáticas tormentas del invierno, usaban como forma de expresión la risa y el susurro. Quienes llegaban a Esa Playa, exhaustos por la constante pedaleada, a los pocos instantes descubrían que el lenguaje de esos personajes de estatura mediana, de corvinas cabelleras y dientes blanquísimos como la arena en que caminaban sus robustas piernas, era diáfano y, por lo mismo, sencillo de corresponder.
     Después de los cocos frescos preparados, llegaban los platos de pescado y ensalada agridulce, las aguas de frutas y el dulce de coco para acabar definitivamente con el hambre y el cansancio. Todo esto era traído y entregado por parejas que lo expresaban todo con sonrisa, recogían los restos de la comilona con sonrisa y susurro, y para cerrar las puertas de la generosidad, acababan soltando las parejas una rítmica tosecita en señal de que había que dejar descansar a los visitantes.
     Mientras dormían los transterrados, sucedían sueños que refrescaban el otro cuerpo, o vivían la existencia de alguna de las almas de los habitantes tragados por las aguas de Esa Playa. En el primer caso, podría tratarse de un sueño de lluvia camino a un indeterminado lugar; podría tratarse de un chapuzón en las aguas de la infancia, o podría tratarse simple y llanamente del refresco que llegaba en esos momentos con la brisa. En el segundo caso, eran sueños llenos de imágenes tan reales que el soñante acababa sufriendo efectivamente las vivencias del cuerpo que había muerto en esas aguas hacía un tiempo indeterminado. Eran sueños que tenían que ver con esa historia profunda del ser anónimo, soberanamente humano y bendecido con la generosidad de los dioses de Esa Playa.
     Después de una hora o más de sueño, el visitante, si había despertado tranquilo y dispuesto a afrontar la fuerza de las aguas de ese mar, introducía el cuerpo y nadaba o se abandonaba a los brazos del oleaje. Si el visitante lo ignoraba, allí estaban los hijos de los dioses para hacérselo saber: que no había que estar más de una hora tentando la voracidad del mar. Estos personajes generosos conformaban un coro de sonidos indescriptibles que obligaban al nadador a salir del agua. Éste no sentía necesidad de preguntar nada. Aceptaba que todo allí, en Esa Playa, ocurría sin haber explicaciones de por medio. ¿Acaso le habían preguntado al visitante si quería beber agua de coco preparada, aguas de mango o de piña: si quería comer pescado a las brasas: si le gustaban las ensaladas agridulces, el dulce de coco?
     Comer y beber, dormir y soñar, meterse al agua y salir de ella, cada una de estas acciones había sucedido en un tiempo preciso. ¿Cómo explicar la exactitud en que el gusto y el placer guardaban las dimensiones de la mesura, o de lo contrario, acababan creando otra realidad, muy distinta del gusto y el placer? Es verdad que la intensidad en el gusto y en el placer podía variar en cada uno de los visitantes; pero para los personajes de Esa Playa, esto lo resolvían con la sabiduría propia de los dioses que los habían engendrado, quienes descubrían claramente en la mirada de los visitantes los plazos y tiempos que necesitaban para llenar las honduras de singular espíritu.
     De regreso a Ese Lugar, cuando las estrellas mostraban la tranquila infinitud de la existencia, los transterrados no acababan todavía de olvidar el mar de susurros en que fueron despedidos de Esa Playa, y era así que se dirigían como sonámbulos al hotel, cruzaban el vestíbulo sin importarles que estaban de paso en ese sitio y caían rendidos en la cama, con todo el sueño listo para ser vivido hasta la muerte.
     Nadie ha sabido que algún transterrado hubiera pasado más de un día en Esa Playa. De hecho, existe la sospecha de que quienes lo habían deseado, durante la misma madrugada en que dormían hamacados entre palmeras, no regresaron jamás del sueño ni volvieron a saber jamás que habían muerto por causas desconocidas. A mi me consta que, luego de haber estado en brazos del oleaje, los ojos de los personajes producían poderosas fuerzas que sólo hacían pensar en el regreso a Ese Lugar. Quienes hemos estado en Esa Playa, cuando la abandonamos, no queríamos jamás regresar a ella. Sabíamos perfectamente que el único espacio al que pertenecíamos estaba adentro de nosotros, y que adonde fuéramos, sabíamos que era imposible volver a tocar las aguas de ese mar de ensueño.
     “¿De qué se vive en Ese Lugar?”, preguntarán los lectores. Les digo que se vive de pan y de agua, de cultivo espiritual y físico. En verdad que allí nadie hace preguntas que entorpezcan el sentido de la existencia plena. Los diccionarios como las bilbliotecas son inexistentes, tampoco hay hospitales ni cementerios, ni escuelas ni universidades. Sería absurdo construir todas esas instituciones de las cuales se ha querido escapar para siempre. Además que allí nadie podría quedarse a vivir hasta el último día de sus vidas. En cada cuarto de hotel, en cada copa de árbol, detrás de cada muro, hay entes que saben el momento oportuno en que aconsejarán y obligarán a los transterrados a abandonar Ese Lugar.
     “¿Cómo se llega a Ese Lugar?”, tendría que escribir una gruesa novela para dar a conocer los diversos itinerarios y todos los procesos que conlleva tomar la decisión crucial de ir hacia ese sitio. Mejor será ahorrarnos dicho trabajo y tirarnos a pensar en el mundo que, aunque nunca será como lo imaginamos, nos mantendrá ocupados y divertidos con tantos deseos nuestros.

sábado, 2 de julio de 2011

Sueño No. 15



El poeta empezó a sangrar de la boca. Más que una hemorragia, parecía el vómito de un desahuciado que moría de cáncer. Tres horas antes había abierto una botella de vino chileno, había puesto música de Stockhausen (Mantra) y había corrido las cortinas del estudio para escuchar y beber tranquilamente en la penumbra. Una hora después, salió del estudio y fue a la cocina a prepararse unos cortes de queso manchego, entre los cuales puso aceitunas negras y finas rebanadas de dulce de membrillo; sacó el pan negro y rebanó hasta cuatro gruesas hojas que puso a calentar en un tostador. Mientras tanto, revisó los mensajes que había pegados con imán en la puerta del frigorífico. Leyó:

  • No olvides sacar las bolsas de la basura.
  • En la despensa hay suficientes granos, pastas, azúcar, café y galletas.
  • Si puedes, compras dos botes de yogur –fresa y durazno.
  • Te he dejado cosas preparadas en el refri.,

      Besos.

     Puso las cuatros piezas de pan en un plato transparente y regresó al estudio con la sensación de que su mujer no se había ido de viaje. Posiblemente la forma en que estaban escritas las palabras –su elegante caligrafía- lo hicieron que la sintiera muy cerca de sus ojos, aunque ella estuviera, en esos momentos, hablando con sus padres que vivían en San Diego, California, tal vez sobre los problemas de la universidad y el desempleo en que estaba su esposo desde hacía algunos meses.
     Echó más vino en la copa, sorbió suavemente y cerró los ojos para hundirse en las atmósferas sonoras que Karlheinz Stockhausen y otros habían conseguido producir con un piano preparado y varios instrumentos de percusión.  Al tiempo que gustaba de los sabores del queso y el vino, el pan y las aceitunas, y escuchaba el goteo delicado y veloz de algunas de las micropiezas musicales, adentro de su cuerpo había comenzado a punzarse una realidad en la zona hiatal, precisamente donde se abre y se cierra la boca del estómago. Ante dicha realidad, el poeta bebió de un trago toda la copa y esperó a que el fantasma de la embriaguez insinuara su presencia a orillas de sus ojos negros.
     “Si hoy ha sido el día en que las moiras han decidido cortar los hilos de mi vida”, pensó con la copa vacía, muy cerca aún de los labios, y sin llegar a expresar la apódosis, levantó la botella y sirvió lo que quedaba de ella en la copa. Después se le vinieron recuerdos, horas en que había estado hablando con Marcela, su primera esposa, quien lo dejó a pocos meses de haberse casado. De esta huida hacía ya tres lustros. Recordó también a Fernando, su mejor amigo de la facultad, y a otros compañeros que se habían ido a vivir a otras ciudades o a otros países. Fernando no. Fernando había muerto descabezado por el parabrisas del coche en que viajaba en una carretera de Oaxaca. Lo último que habían visto sus ojos, seguramente, fue la monstruosidad del trailer que venía contra su Renault. De esta muerte hacía más de veinte años.
     El fantasma de la embriaguez necesitaba de más sustancia para actuar efectivamente, por lo cual el poeta tuvo que ir a conseguir otra botella que había en el mueble que estaba en el cuarto de baño, que no funcionaba como tal sino como bodega. Antes de sacar otro frasco de vino chileno, el poeta se inclinó para levantar un cuadernillo que allí estaba sobre una caja de cartón. Abrió y leyó en la primera hoja: DIARIO DE SUEÑOS. Regresó al estudio con botella y cuadernillo.
     Mantra había dejado de sonar en el aparato. Al tiempo que servía la primera copa de la segunda botella, pensó en cuál sería la música más conveniente para acompañarse en la lectura de su Diario… Tras forzar la memoria en que guardaba las preferencias músicales de la época en que había llenado de palabras y dibujos ese cuadernillo, decidió poner a Chico Buarque, una cinta que había mantenido con él desde hacía tantos años. Puso la cinta y se dejó llevar por los pasos rítmicos de esa historia cantada con esdrújulas, luego abrió el cuadernillo y lloró con las imágenes que había escrito hacía mucho tiempo.
     Nada de lo que había comido logró quitarle la punzada, cada vez más intensa y frecuente, en la boca del estómago. Se levantó del sillón y fue a colocarse en la ventana, donde corrió varios centímetros la cortina y se dispuso a ver la realidad que había en los jardines donde estaban los otros departamentos. Allí se distrajo mirando a los muchachos que resbalaban montados en vistosas patinetas sobre los corredores de cemento. Le parecía imposible que su vida estuviera yéndose al mismo tiempo que había un desbordamiento de vida al otro lado de sus ojos. Bebió el trago que quedaba en la copa y se mantuvo divisando las ventanas de los otros edificios, buscando encontrar algo mucho más poderoso que lo hiciera olvidar las punzadas que estaban perforándole el cuerpo. No soportó ver tanta vida y por eso regresó al sillón. Sirvió la última copa de la segunda botella y empezó a beberla.
     El fantasma de la embriaguez no había querido acompañarlo esa tarde. Todo en el poeta estaba pronunciándose con la poderosa fuerza de la realidad, sin suaves iconografías que lo calmaran ni recuerdos dulces que le impidieran padecer tanto dolor. Habría sido necesaria una dosis de morfina para quitarle las agudas punzadas que estaban pinchando el ramal de conductos sanguíneos.
     Antes de que se le viniera el primer buche de sangre, el poeta abrió nuevamente el cuadernillo y leyó en una caligrafía nerviosa las siguientes palabras:

Sueño No. 15

Me veo hincado sobre losas frías,
desnudo y con las manos juntas,
tal vez rezando o implorando perdón,
en un lugar innombrable.

No sé si es de día o es de noche.

Atrás de mí escucho la voz
de una mujer que murmura
o que ha estado rezando, 
tal vez al igual que yo.

Tiemblo de frío,
y de ansiedad.

Despierto.

     Espatarrado y con la cabeza echada detrás del sillón, las manos yertas en el vacío, la copa rota junto al cuadernillo tirado, manchado de sangre y de vino, así quedó el poeta muerto, con la camisa azul empapada de sangre, y los pantalones mojados.

Artes apocalípticas

no merecimos un mundo mejor el color de la sangre en los ríos o mejor los ríos de sangre la peste cadaverina en las calles estornudos en ser...