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miércoles, 29 de junio de 2011

Juego de espejos



Estuvo mejor que no entendiera eso que le dije. De haberlo entendido, literalmente habríamos caído en un juego de espejos que, si había alguna salida a través de él, nos habría llevado a un lugar peligroso. Pero ahora que recuerdo eso, confieso que en el fondo me conmueve la idea de poder hablar sabiendo que la incomunicación es la única realidad confiable para salvar el cuerpo de absurdas e inútiles batallas.
     Quienes han gastado los ojos en libros de semiótica y antropología lingüística saben perfectamente que la comunicación palabreada es una realidad social que descansa regularmente en el caos de la incomunicación que angustia –esto nos llevaría a esculcar, probablemente, en los tiraderos insanos de la psicología y la psiquiatría-, y sin embargo, quienes viven todos los días esta comunicación incomunicante, mientras conversan la disfrazan con diversas gesticulaciones o echan mano de diversos recursos para encubrir todas las raspaduras que van ocurriendo en las delicadas cuerdas de sus nervios.
     Cómo evitar sonreír, por ejemplo, cuando lo que nos dicen está más allá de las nubes o está en una roca inscrita con una lengua que vivió y murió hace siglos; cómo no estornudar ante la incomprensión de ciertas ideas de las cuales lo único que percibimos es el mohoso olor que nos causa alergía; cómo no alzar los hombros en clara señal de que lo escuchado lo hemos convertido en interrogante cuando, en realidad, lo que se nos ha dicho es una contundente oración declarativa.
     Quienes padecen todo el margor en la lengua y toda la frialdad en el occipucio que deja la aludida comunicación incomunicante, si son pacíficos, su gesto va de rascarse el codo hasta parpadear sonriendo con la intención de hacer creer que están de acuerdo en todo eso que, en el fondo, no han entendido ni jota. O bien está el neurótico que, para no pasar ante los ojos del otro como un perfecto idiota, lo que hace es arrastrar el lodo que se le ha hecho en la garganta y luego, apretando las manos a guisa de quien se las está secando de aguas inexistentes, repite exactamente una oración -la menos importante pero que fue la que mejor se le quedó grabada en el magín. Y el otro, que no ignora que dicha oración no sirve más que para el olvido, sonríe y se rasca la barbilla, mira a los ojos de quien no ha entendido el valor de las principales oraciones de su discurso y cambia la conversación hacia algo totalmente distinto de lo que había estado diciendo antes. Sabe que es mejor preguntar sobre el estado de salud de la familia que continuar metiendo a su interlocutor en los laberintos de la abstracción por los que tuvo que transitar para recoger la piel del minotauro. Minotauro, por cierto, que alguna vez le permitió conocer los riesgos que se corren cuando hay verdaderos deseos de llegar hasta los bajos fondos del desconocimiento absoluto.
     A modo de hipótesis podríamos advertir que la palabra nunca dejará de ser abstracta, y que tampoco es como nos dijeron que funcionaban las palabras: nada más que como medios para comunicar. Si las palabras fueran sólo eso, medios para comunicar, hace siglos que las guerras habrían desaparecido y hoy la historia tendría otros coros cantando las viejas y nuevas noticias. Pero bien sabemos que las palabras han sido utilizadas, entre otras tantas florituras, para engañar a los incautos que todavía creen en todo eso que les han dicho los sacerdotes del progreso. O bien están esas palabras que nos llevan a pensar en la rebeldía poética y existencial; cosas como “ni los vientos son cuatro / ni siete los colores”.
     Quien dice algo sabe que ese algo no necesariamente ha existido en él desde siempre, y por lo tanto, si lo dice es a modo de acercarse a sí mismo (abstraerse para sí mismo con la palabra) lo que luego (por eso mismo del nunca he sido el mismo) ya no puede ser dicha la misma cosa para el otro, pues el otro tampoco ha podido estar en el mismo momento de quien ha dicho y vivido eso –tan distante, a veces. Y si en la dimensión temporal no hay coincidencia de quienes hablan de algo como si se tratara de la misma cosa para ambos, menos puede serlo en la dimensión espacial. Quien habla sabe que está en un cierto lugar que no puede ser el lugar desde donde lo escucha el otro. Luego, la comunicación no está precisamente en la palabra sino en todo lo que rodea a la palabra, o mejor, en la no-palabra: silencio, cielo, aromas, colores, timbre de voz, gestos, olvidos, ensoñaciones, género, indumentaria y toda la parafernalia de lo que llamamos situación comunicativa. Y si esto sucede con la palabra hablada, ya podemos suponer lo que ocurrirá con la palabra escrita. Es en ésta donde desaparecen el gesto, el timbre de voz, la mirada que descubre el hilo verde de una idea inmadura… Todo esto, al menos durante algunas horas, lleva a pensar en todo el mundo de abstracciones que debe ocurrir cuando leemos y cuando escribimos sobre la otra realidad que no está definitiva y detenidamente en parte alguna.
     Volviendo entonces a los inicios de esta elucubración, digo que cuando le dije que yo escribía sobre todo aquello que, en verdad, no existe, fue mejor que no lo hubiera entendido. ¿Cómo supe esto que ahora asevero con tal contundencia? Porque en su gesto interpreté los signos de quien ha visto algo o ha creído ver algo que, en realidad, era invisible para mí y para todo eso que acababa de decir.
     Desde entonces, desde que se ha demostrado que el ochenta por ciento de lo que se habla  va a parar directamente al baúl de los olvidos, y que sólo el veinte por ciento acaba siendo atendido y escuchado, y que de este veinte por ciento es poco, muy poco, lo que permanece en la memoria, sólo el tiempo indispensable para que los parlantes no acaben a golpes de repeticiones ad infinitum, desde entonces, digo, me ha dado gran placer el escribir con la sensación de frialdad en los huesos. Sé que en ello me va el gusto de viajar en solitario por los abismos de la noche obscura. Si lo dudas, no creeré que estás errando, o de lo contrario, el juego de espejos habrá vuelto a aparecer entre nosotros y, ante algo como esto, lo que seguiría es… en verdad, realmente peligroso. 

sábado, 25 de junio de 2011

Quería escribir con canto


Quería escribir con canto, y lo logró, algunas veces. Otras nada más fue un tallar de piedras contra la lengua. Era inevitable que esto y más ocurriera. No se podía estar siempre con la nota central bien pulsada. De aquí que no pocas veces hubo en la mano ese temblor acompañado por el susurro de las voces negras. Tesitura grave que lo congelaba todo, hasta el corazón. Cuando la lengua sangraba de tanto tallar y tallar contra la piedra de la realidad insomne, había luego que encerrarse en el mutismo inaccesible, donde ni dios era invitado para ayudarle a sanar tantas heridas.
     -Y ‘ora tú, ¿pos qué te pasa?
     -Na’a mor, na’amor.
     -Has tragado tu puerco aguardiente, ¿es verdad no?
     -Un poquito n’a más amoh.
     -Un poquito es cuánto ¡sinvergüenza!
     -¡Bah! No insistas que no quiero hablá.
     -¡Pos no hables! ¡¡Quédate con tus puercos pensamientos y ya!!
     Según la tesitura en que andaba el gris caletre, podía tronar la cordialidad aparentemente más duradera, o bien podía dejar las cosas en el terciopelo de los regalitos hipócritas. Esto si el canto iba por el rumbo de los diálogos en casa: diálogos de parejas estresadas y hartas de comer la misma sopa todos los días, cual es el caso ejemplar expuesto líneas arriba. Diálogo breve y corrosivo.
     -¿Cómo fue la reunión con tus amigas?
     -Platicamos de todo. Incluso lloró Nadia.
     -¿Por qué?
     -Yo creo que andaba en sus días depre. Todo fue porque se acordó de un novio que tuvo hace años. Nos dijo que lo había soñado hacía varios días y que no se lo podía quitar de la cabeza.
     -¿Y qué supiste de Raquel?
     -Parece ser que ha perdonado a Lisandro.
     -Y tú, ¿estás contenta?
     - ¡Por qué no había de estarlo!
     -Porque cuando te fuiste noté que ibas muy enojada y no supe por qué.
     -Así somos las mujeres, veleidosas e impredecibles. Y tú, ¿hablaste con Ezequiel?
     -Sí. Quedamos de vernos este próximo sábado. Me aseguró que traería los discos que le prestamos el año pasado.
     No hay nada que añadir a este último ejemplo de charla baladí y habítual entre matrimonios clase media. Para el caso, las voces habían surgido a partir de recordar un anuncio de detergente. Se entiende perfectamente la asociación de “las ropas sucias se lavan en casa” y el hecho de hablar de lo que dijeron o no dijeron las amigas en el restaurante. La historia podía ser continuada, desde luego, pero el canto no sería el mismo ni cercano a los ritmos en que estaba obsesionado desde hacía varias horas, después de que se había levantado de la cama y se había puesto a revisar el correo en la PC para distraerse mientras se le venía con toda nitidez el sueño en que conoció a Amy Whinehouse.
     Pero cuando no había voces ni había ruido en la casa, la mano se deslizaba sobre talco y lograba trazar figuras melodiosas tipo Gymnopédie No. 1 (Erik Satie) y un poco Debussy (Claro de luna). Lo terrible ocurría cuando había ruido y era de madrugada y no había píldora que lo hundiera en el sueño más profundo. Las manos entraban a los bolsillos y extraían monedas que acababan adentro de la boca para ser mordidas, o de otro modo eran monedas que acababan estrellándose contra el parabrisas de los coches de donde estaba escapando todo ese ruido de tambora y tuba y voces bárbaras.
     Pero ahora, en esta tarde de viernes, la lengua ha estado en calma; no se ha tallado contra piedras ni vidrieras ni cosas de esas que envenenan. Esta tarde la vida es caricia. La tarde está clara y la luna no está asomada a lo lejos. Todo es canto leve y fresco, suave para la piel y… los labios.   

lunes, 20 de junio de 2011

Esa cosa asquerosa

Alguna vez Stravinsky fue acusado de plagiar musicalmente las obras de los clásicos. Pero él, sin ruborizarse en absoluto se defendió diciendo: “Ustedes respetan todo eso que yo amo tanto”. Tal vez no fueron exactamente estas sus palabras, tal vez no, pero lo cierto es que Stravinsky, como otros tantos artistas, ha dejado en claro que el arte es energía renovada y no, como algunos piensan, sagrada reliquia. Por otra parte, en uno de sus libros confesionales (Los libros que amé / que he amado o que tanto amé; el título exacto se me escapa pero para el caso…), Henry Miller registró que en una de sus novelas había puesto un capítulo íntegro de una obra que no era suya.
     Para los historiadores del arte y de la literatura, para los críticos y estudiosos del arte, en fin, para los especialistas, supongo, no es novedad lo que hasta aquí he estado tratando: que la obra de arte es el cuerpo conformado con las sustancias y materiales de otros cuerpos. Más todavía, toda obra se expone y se comprende por las filiaciones que en ella se evidencian, sin las cuales, suele ocurrir que el objeto estético lleva a la duda de si se trata de una obra o de una ocurrencia, de una broma de mal gusto o de la cosa de un loco que se ha creído poeta.
     La cuestión en este breve texto, sin embargo, no radica en saber qué es lo que hace que una obra sea considerada obra de arte ni, mucho menos, ejercer el oficio de jurado de ninguna clase de concurso estético. La cuestión aquí es otra, más política que estética, más visceral que filosófica, más pueril que académica. ¿Quién decide lo que es propio de, o bien, quién decide lo que le pertenece a quién como obra suya y no de otro u otros? ¿Cómo estar plenamente seguros del autor y del origen de la obra de arte?
     Haber citado o parafraseado las palabras de Stravinsky y haber apoyado la idea con la confesión de Miller es con el propósito de colocar en el corazón una de las cosas (con alto valor institucional) que más náuseas me provoca, porque cuanto más pienso en esa cosa, más son los remolinos en que se mueven mis meditaciones hasta alcanzar la migraña y la deposición inevitable. Me refiero al valor de la propiedad privada. Este valor, esta institución añeja (por los siglos de los siglos) cada vez más apreciada y sostenida por incontables seres de este planeta, es algo en que no veo cómo ni cuándo podré dejar de padecerla sin enfermar hasta el colmo de lo irremediable.
     Dirán los que gustan de hacerlo todo en beneficio de la señora y muy respetada sociedad: para la organización de la polis, en efecto, conviene tener bien aseguradas las cosas de la administración –los bienes sociales-, pues es con ellas que la polis delimita los territorios –las instituciones- en que el poder se distribuye. Son esos mismos politólogos culturales quienes aseguran que los derechos de propiedad de bienes son la afirmación sin contratiempos de un poder que garantiza la continuada existencia de un espectro signado con diversos nombres: bienes culturales, bienes históricos, bienes sociales, bienes artísticos, etc.
     Hablar así, con semejante arrogancia, puede llevar a pensar en lo inútil que puede ser la comunicación. Por contraparte, o como reacción pertinente, bastaría con ir deteniendo y analizando cada uno de los términos empleados en tal modo de discurrir para sospechar el juego que los sinsentidos –y las tautologías- hacen en provecho de generar tantos objetos de aparente profundidad y que no son más que artificios logrados con la maestría de un Hamelin. Cuando nos vemos realmente rodeados por tanta artificialidad venerada, no hay que dudar que la descomposición vendrá inevitablemente, y junto con la descomposición el hastío por tanta decadencia sutilmente sobrellevada en aras de eso que llaman comúnmente evolución y desarrollo.  
     ¿El arte es un bien social? ¿El arte es un bien histórico? ¿El arte es un bien cultural? Esto es ahorcar el pensamiento. Cada una de estas preguntas deja muy poco o nada que decir para responderlas. Pero es de esta clase de preguntas que la polis se vale –mediante la actuación de las instituciones- para sostener la idea de valor que hay en todo lo que ha sido producido como propio de… Es en este producir como lo propio de/ que la confusión me llena el pensamiento. ¿Acaso los colores son propiedad de? ¿Las palabras son propiedad de? ¿Las maderas, los cueros, las gargantas, el aire, las piedras son propiedad de?
     Obrar con la certeza de que hay una firma reconocida por las insituciones de la polis o del estado no ha sido, en mí, práctica que me dé alegrías ni satisfacciones de ninguna especie; por el contrario, me ha llevado a padecer tirrias y desanimados días de prolongada tristeza. Por ejemplo, ¿quién escribe y qué fuerza impulsa a mis dedos cuando escribo? ¿Quién es el que lee y piensa la historia que fue escrita con tantas palabras cuyo origen es incierto? Si digo: “yo soy el pensamiento que escribió esto”, ¿dónde hay que colocar yo ante escribió y cómo estar seguros que el pensamiento es otra cosa de lo que digo cuando pienso en esto? Ya lo dijo el filósofo del martilleo incansable: el yo es ilusión. O los taoistas: el yo es nada más que vacío puro.
     Dudo que ante la muerte deba firmar un contrato o que pueda interrogarla si es a mí a quien realmente ha querido sacar de este mundo. Ni yo mismo sabré cuando ya esté muerto. Pero mientras tanto, insisto, desconfío y me dan náuseas los aferrados en saberse propietarios de las energías del arte. En otro momento lo haré, pero creo que el nombre de los artistas estorba u obstaculiza las energías que suceden en las obras estéticas. El nombre sólo sirve para vender, no para experimentar las fuerzas que hay en las obras de arte.
     Que Stravinsky haya dicho que era su amor por la música el que le provocaba apoderarse o adueñarse de las ideas musicales de otros, obliga a pensar –al menos en mí- en el ser energético de los lenguajes, antes que en el ser de las cosas-mercancías. En lo primero –experiencia estética- es seguro que podré escapar de las garras de los derechos de propiedad, en tanto que en lo segundo, es seguro que estaré a merced de las leyes del mercado y de los caprichos de la iniciativa privada. Será aquí, en este juego de los bienes, donde  ocurre que compramos liebre por gato.

viernes, 17 de junio de 2011

Apariciones

I
Es una horizontal
De madera
Y sobre ella la carne
De dos piernas que yacen
Sobre un triángulo
Perfecto de sombra y de espera
Que se aprieta con el parpadeo.

II
Va y ven  la boca
Verdad triste
Verdad obscura:
Me nacieron más orillas
En el corazón.

III
Su cara en el pecho del muchacho:
Tal vez, olor tibio a yerbas y tierra.
Los labios de ella se abren y sueltan
Tal vez, el silencio de unos sueños.

Es de noche: perfecta madrugada.
Luna entera y pausado ritmo en la garganta.
Respiración de calma y sombra.
Luego sucede que las nalgas
De ella, naturalmente,
Son alegria rodando
En la silueta inerte
De los huecos que se abren
Para los besos del muchacho

Y la muchacha durmiendo
En la perfecta madrugada.

IV
Sensación de extrañamiento:
Cuerpo que se dobla
Sobre las invisibles formas
De otro mundo.

V
Dicha pasajera
Que se escurre en las paredes
De cristal.
Sonrisa ahogada en un rictus
De tarde.

VI
Cuerpo que ignora las palabras:
Papel arrugado
En los puños del silencio.

VII
Grito:
Un solo instante
Y el eco atorándose
Entre lágrimas de noche.

miércoles, 15 de junio de 2011

Aquellas horas



Asomado a la ventana para ver jugar a los niños, sin buscarlo él, se le encimó una imagen que lo hizo casi llorar. Los niños lanzaban la pelota y se gritaban, pero Julián, con la garganta seca, se preguntó cuándo había dejado de jugar y por qué había dejado de jugar.
     Vio sus pies hundidos en el agua de mar; volvió a experimentar el movimiento mareante que tanto lo asustó. Respiró con miedo. Agitación plena en las rodillas y gajo amargo en la garganta.
     A la par que los niños peloteaban, la perrita Sombra seguía las cintas sueltas de los zapatos de Gilberto. Quería morderlas, hacerlas desaparecer. No era fácil, con tanto pelotazo y saltos y gritos, siquiera rozar con el hocico una de las puntas. No obstante, Sombra continuaba en su intento de comerse el rehilete amarillo que se hacía en los zapatos de Gilberto.
     Luego apareció la abuela Mercedes, sentada en la arena oscura de San Blas, recibiendo el oleaje y llamándolo con una mano. El gajo en la garganta se volvió tenaza que lo apretaba y no lo dejaba respirar. Y al mismo tiempo que esto le estaba ocuriendo, miró cómo el rostro de la abuela se había transformado en un pez gris plata y en una boca enorme que se abría hacia el cielo, con los ojos más grandes jamás vistos. No podía mover los pies y no podía respirar.
     “¡Papá… Luis no quiere dejarme pasar!”, gritó Rebeca.
     “¡No es cierto! Sólo quiere quitarnos de jugar”, defendió Gilberto.
     Julián estaba detrás del filo retinto de la cortina, viendo cómo Rebeca había atrapado a Sombra y permanecía en medio del jardín. Luis estaba junto a ella con la pelota debajo del tenis azul, mientras Gilberto esperaba la continuación del juego. Ambos con la cara empapada de sudor. Agitados. Con la piel enrojecida.
     En un momento determinado, fueron las manos de la tía Concha las que sacaron a Julián del pozo negro en que había caído sobre las espumantes aguas del mar Pacífico. Desde entonces el mar, al mismo tiempo que lo había colmado de ansiedad, le había llevado a conocer la angustia de morir ahogado.  
     Todavía resonaban en sus orejas las palabras de la tía Concha que le decían que no fuera miedoso, que no lo habían llevado para que se quedara allí parado como idiota. Luego vio la cara de la abuela, quien había recuperado el rostro de todos los días. Todavía hasta esa mañana podía recordar claramente la risa de ambas. Supo entonces que habían estado burlándose de él.
   Otro día la abuela Mercedes lo tomó de una mano y lo condujo hasta que el agua llegara a su cintura. “No temas”, le susurró. “Estoy aquí contigo”. Tras el zarandeo que le provocaban las olas, seguía la sensación de abandono, de soledad absoluta. Aunque allí estaba la abuela vigilante, el mar era una realidad que negaba cualquier cuidado especial. “Si dios existe”, pensó Julián, “debe ser mucho más grande y poderoso que este mar”.
     Los niños dejaron a Rebeca en el centro del jardín y se introdujeron en la casa. Luego de esto, la niña soltó a Sombra. La perrita corrió hacia donde había quedado la pelota. Julián abandonó la ventana y fue a buscar a Chopin en el mueble de los CD. 
     Oyendo el Concierto No. 1 para piano y orquesta, volvería a recuperar el aire que había empezado a faltarle por el recuerdo de aquellas horas.

domingo, 12 de junio de 2011

Ojo de agua



¿Sabías papá, que alguna vez hubo
en el sistema solar ciento y un planetas?

En otras épocas los dioses cenaban a un costado de las voces que había a la luz de la lumbre o de rústicos candelabros. Eran voces que tardaban en responder. El pedazo de carne y de agua pura aumentaban el gozo de decir lo que se había descubierto en los ojos del gamo o en el salibeo que la vaca echaba en las puntas del verde pasto. Todavía no había aquello de ultrasonidos y rayos x punzando en las membranas interiores de los cuerpos ni había el medicamento que quitara las migrañas. No había observatorios cósmicos ni museos de la ciencia. No había todo eso pero existían gigantes que amenazaban todo el tiempo detrás de los frondosos montes. Guarecerse en cuevas era cosa del pasado.
     El niño era apenas la sombra de un pensamiento en la tierra de los dioses. El niño tocó con sus dedos la película de una imagen que en él jamás se borraría. El agua estaba para verse en ella y para guardarla adentro de los cuerpos durante días enteros. El cielo y las nubes poseían el sueño que los océanos hacían desde el profundo desconocimiento de la abisal existencia.
    Cuando el niño creció y se convirtió en el sacerdote del pueblo que lo había visto nacer, una noche en que su madre estaba en manos de la muerte, experimentó que la tierra -el mundo entero- era la cabeza de un dios dormido. Su madre, amortajada y acompañada por el fuego de las antorchas, era la evidencia del minúsculo sueño que moría en las comisuras del dios que hablaba esa noche.
     Como ella y como todo lo que ves, escuchó el sacerdote, es cuerpo leve acomodado en los rincones de mi mente. Tu voz es voz que escapa al igual que el vuelo de las aves. Tu voz no es más  -no puede ser- ni menos que esa ala de mariposa negra que ha emanado de los ojos de tu madre. Clara señal que te regalo para que me sigas.
     Otro día el sacerdote abandonó el pueblo y se fue a hablar con los pensamientos de dios en el lugar más apartado. Sabía que allá estaría en una de las zonas más profundas de la mente divina. Allá perfeccionaría la imagen que de niño había conseguido en el ojo de agua. Allá descubriría otra película del cosmos en que se comunicaban los dioses.
     El pueblo desapareció y en su lugar crecieron árboles en cuyas frondas las nubes se rasgan. Allí las mariposas negras despiertan en la noche y llenan el silencio de murmuraciones. Las pocas piedras que quedaron de aquella época en que las voces eran acompañadas por los dioses, son ahora pensamientos muertos, ojos cerrados para la vida de los sapos y de otras alimañas.     

jueves, 9 de junio de 2011

Divididos por el asco


Había creído que seguiría el orden. Pero no. No había lunes a martes ni sábado a domingo. Estaba con las hojas de otro calendario. Nada memorable. Fecha imposible. Era casi como Semana de colores, casi como quedarse varado en las transparencias de un mismo día de tarde en jueves.
     Jueves era el día que mejor se ajustaba para ir por esos rumbos de agua y cuerpo fresco. Rumbos como los de Tocaia Grande retenidos en la algarabía de sus putas o prolongados en la esperanza loca del Capitán Fonseca. Había que ir para estar por un rato en el lugar del turco Fadul y esperar, con breves tragos de aguardiente o ron mientras tanto, a que la noche llegara y se abrieran las puertas de la casa donde estarían Bernarda, Dalila, la vieja Coroca, la más vieja de todas las mujeres de Tocaia Grande, y otras más que en la noche, noche de jueves, son para nunca alcanzar el viernes. Sólo ganas de tener otras manos y otros labios adheridos a ese cuerpo que siempre aparecerá mecido en la hamaca de interminables madrugadas. Sólo eso.
     Era mejor así. No saber que al dos le sigue el tres y que antes, mucho antes, había algo incontable, algo por lo que valía la pena abandonar la lista del mercado, la cita  con el oftalmólogo, hacer el depósito de la hipoteca, llevar el perro al veterinario, postergar la visita a la prima Chole, escabullirse en las hojas de otra novela para no estar ante los mismos rostros tantas horas durante la misma tarde de miércoles o domingo. 
     Otro día en la misma tarde, pero ya sin claridades, sin detenciones de ninguna especie, había que desalojar los tumultos de la ira acumulada por tanta calamidad en el mundo. Había que hacerlo. De veras. Hacerlo sin mucho gesto ni actuación premeditada. Rápido.
     Estaba el otro quebrado que en nada se asemejaba a las particiones exactas de los avaros y agiotistas. Era un quebrado de voz y de pensamiento, de cuerpo ensimismado en las oquedades del vacío helado y ceniciento. Ante algo como eso en tardes de sábado, bien se podía desalojar un poco de murria y escupir a la vitrina donde había las cosas más inalcanzables para la mano del mendigo que acaba de recoger la bachicha del cigarrillo blanco en la avenida de lujosos hoteles y repostería de primera. Más quebrado que el pordiosero y que el perro que lo acompañaba, nadie como ése que ha perdido la hora y el día, la casa y la mujer y los hijos y hasta la palabra. Realmente quebrado como el vidrio de dios en este mundo de sumas caídas y multiplicaciones brutales que revientan el ojo y la boca y no hay nada que ver ni nada que tragar sin pena. Quebrados hasta en los sueños.
     La realidad acababa imponiéndose, como siempre. En ella estaba todo ese ramal de rumbos para transitarlos a paso de intermitentes desvaríos, o de otra manera los rumbos se desdibujarían para que otros ojos aprovecharan la consistencia de los colores en el parpadeo. Pero lo cierto es que, para el caso de los divididos por el asco, la realidad valía apenas un reflujo agrio y unas ganas horribles de desechar hasta el último pedazo de queso.
     Lo cierto, lo únicamente cierto era que la realidad o irrealidad eran hechos que estaban allá para los perfectamente acomodados en las cuentas de las estadísticas. Éstos mismos que son los que abren el periódico temprano en la mañana y beben el jugo de pomelo, el café calientito y dan beso apenas a la señora de la casa. Éstos mismos que se parecen tanto a los viernes de copa y corbata suelta. Para estos el mundo es así y asá y no hay manera de hacerlos creer lo contrario. Pero es que en realidad no tiene caso hablar con ellos en las mañanas de sábado. Están tan llenos de semana y de triunfos pasajeros que mejor es que sea la señora quien los despierte y les recuerde que es día para ir al club, que hay que sacar a los niños y al perro, que hay que dejar los trajes en la tintorería que ((( que (((que (((que. 
     Para los quebrados no puede suceder esto. No, para los quebrados no hay sábado de yate ni muchachas a cubierta tomando el sol caribe. Tampoco para los divididos ni para los que han extraviado la cuerda en que se orientaban para alcanzar la mesa y la cama. Para éstos no hay cuenta exacta ni nada que los haga pensar en calendarios ni en fechas memorables.

domingo, 5 de junio de 2011

Entre seres y otras inexistencias

Extraños instrumentos que sirven a la imaginación.
      Los instantes, un rosario de misterios contado a la sombra de existencias que viven, a veces, como si el tiempo no existiera. En sueños, los galápagos tocan los perfiles de las cosas y caminan con la incertidumbre de no estar muertos. Cuando recuperan la visión clara, fuera de casa, por donde las horas transcurren al paso quieto de los segundos, echan el ojo y se les empaña por tanta claridad. Descubren que existen cosas que ignoran lo acontecido, todo el tiempo quietas,  indiferentes a los vacíos. Los vacíos, tan necesarios para caminar
para oler
para descansar la mirada
el pensamiento.
     Los vacíos:
     Las superficies que se empeñan en la negación, en el embarazo de la voz inextricable, el préstamo; el crédito tan caro para esos otros seres que sienten morirse por las sucias futilezas de una mancha escurrida en el lienzo de pintura, que sienten morirse cuando se les escapa la perfecta construcción de una imagen. No. Los galápagos creen y viven persiguiendo el misterioso orden que subyace en lo incompleto, en lo imperfecto que es todo. No desconocen que hay honduras que jamás podrían ser sin sostenerse en la superficie de su piel, de su extensa piel.
     Entre tanta existencia varia que ocupa un sitio bajo el sol y bajo la luna, los galápagos circulan arrastrándose, deteniéndose en las esquinas de su emoción, circulan ensimismados, sometidos a la idea de que han despertado del sueño de la muerte (sueños cargados de olvido).
     En las noches, los galápagos suelen prepararse para la caída mortal. No descansan, en su cuerpo hay siempre un fardo que los aplasta, que los hace sentir eternamente cargados de cansancio. Sueñan con estar en otras latitudes. Suponen que la invisibilidad que habita dentro de sus cuerpos,  es el otro mundo posible que los redime de vivir esclavos de toda ley, de toda regla.
     Sueñan.
     En el vacío está  el refugio natural de los galápagos. Por naturaleza, estos seres huyen de todo aquello que se muestra lleno. Se obstinan en querer descansar. Quieren descansar.
    Pero:
    Molidos por tanta mole en las espaldas, viven todo el tiempo con la obsesión de quitarse la mortal carga, y tiemblan y se tambalean sobre las frágiles y borrosas líneas que les nacen a los otros como única posibilidad para sobrevivir.
    Sobreviven, pero...
    Cierran los ojos, colocan la mano alrededor del cuello y acarician la piel buscando atrás de sus párpados la imagen última, exactamente la última que se les presentó como instante de vida. Caminan largas distancias sin que la vida los devuelva nunca al lugar del instante en que se detuvieron para contemplar algo que no podía estar en las estrellas.
     Más allá de la esquina los esperan otros vacíos, otros caminos que hacen dudar a los galápagos.
    Entre estos seres -existencias de un mar baboso- se levanta un cristal que hace verlos fragmentados, desfigurados para ellos mismos, y es entonces cuando utilizan los instrumentos de la imaginación, y cuentan y miden el  trozo como ante un misterio.
     En el trozo también existe la dimensión de ese otro tiempo que necesitan. Por el fragmento alcanzan la sensación de la ingravidez. Caminan con la sensación de haberse despojado de ese algo enorme que no los deja descansar como desearían. 
     Pero...

jueves, 2 de junio de 2011

Podía ser de tarde


Oyendo el canto de los pájaros -multitud de cantos- y el viento tibio que hacía olas de hojas verdes en la mañana (no era bosque ni era playa), sentado en el patio de la casa, atiborrado de imágenes que los sueños habían dejado, y el cielo gris, y el aroma que dejaban las olas de hojas verdes, el olor del café, el sabor del cigarrillo y los pájaros, el distinto canto de pájaros tan diferentes…
     Una idea. Una imagen. Una sensación de abandono.
     El autobús me había dejado en un crucero de carreteras llenas de tráfico y de vendedores de artesanías y de dulces, ciegos pedigüeños y demás caterva de excluidos. Gritaba y corría gritando detrás del autobús. Una multitud de personas se hizo y me detuvo. Podía ser de tarde.
     El viento no dejaba de hacer olas de hojas verdes. Las nubes viajaban a la velocidad de otros vientos, menos tibios, quizá, mucho más fuertes. Las nubes que hacían pensar en un cielo gris.
     Quería ir a la ciudad, pero no me atrevía a preguntar a nadie sobre la ruta del autobús que debía abordar. Ya no era tarde. Podía ser de noche o de madrugada. Estaba frente a la trompa de un autobús. La luz de los faros era potente e insoportable. Llegué a la puerta, allí estaba parado como un guardia el chofer. Le pregunté el precio del pasaje. El hombre se rió e hizo la seña de que pasara. Subí y fui andando por el angosto corredor hasta localizar un asiento vacío.
     Bebí el café. La mañana se estaba haciendo más y más gris. Los pájaros continuaban cantando. Supuse que entre ellos estaban comunicando algo importante, algo urgente que debían hacer.
     La imagen volvió a aparecer. Estaba arriba, muy arriba de la tierra, muy arriba de las nubes. Era imposible distinguir países o ciudades. Toda ella –la esférica imagen- estaba compuesta de zonas en tonos azules y grisáceos, verdes y negros.
     Me senté en uno de los asientos posteriores, junto a la ventanilla. Recargué la cabeza en el plexiglás y cerré los ojos para pensar. No había adentro de la cabeza más que risas y murmullos que hacían los pasajeros y una sensación de abandono, de tristeza amarga y fría. A los pocos minutos el autobús se puso en marcha y mantuve los ojos cerrados, tratando así de encontrar a alguien que me acompañara y me dijera algo, algo distinto a lo que allí adentro del autobús se hacía.
     Encendí el cigarrillo y medité en las poéticas del zoom. Los pájaros se habían marchado. El viento era menos fuerte. Las olas de hojas verdes habían cedido a un movimiento de verdura impenetrable, pero la tibieza se había convertido en húmedo calor, a pesar de no vivir cerca de ninguna playa o lago.
     Acercamientos graduales o distanciamientos, definición o deformación, calibramiento de imágenes conseguidas por un pulso seguro que actuaba mediante tecnologías ópticas: teleas y microscópicas. Aunque menos expectación que el provocado por la mecánica de muñecas rusas, la poética del zoom debía ser, en cierto sentido, mucho más cruel porque hería en el corazón mismo donde latía la realidad de la vida. Pensé que si buscáramos localizarnos en la Tierra desde las zonas del cosmos en que estaría dispuesta la tecnología del zoom por lentes superpotentes, seríamos nada más que el producto de una delirante imaginación o seríamos poco menos que átomos de existencia probable. En cambio en las muñecas rusas, el descubrimiento era la única realidad que se ocultaba en otras formas semejantes. Realidad descubierta con un simple movimiento de manos.  En definitiva, el zoom podía ser para los cromatismos de la mirada lo que las muñecas rusas eran para el intervalo de una intriga, sonora y auditiva.
     Entré a poner más café y a sacar una libreta para escribir sobre la desaparición de las hormigas y de otros insectos. Podía ser de tarde.
     Sin yo haberme dado cuenta, el autobús se había ido vaciando de pasajeros. El haber estado todo el tiempo con los ojos cerrados buscando a alguien que me acompañara y me hablara de cosas distintas, acabó hundiéndome en la más honda grieta. Fue el chofer quien zarandeó mi cuerpo y obligó a bajarme. Era imposible saber el lugar adonde habíamos llegado.          

Artes apocalípticas

no merecimos un mundo mejor el color de la sangre en los ríos o mejor los ríos de sangre la peste cadaverina en las calles estornudos en ser...