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jueves, 27 de octubre de 2011

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     “Todo acaba yéndose, al fin de cuentas, por los caños que van al mar”, dijo Servando, en medio de los vapores producidos por la ducha. Lo había dicho como un gesto purificador o liberador de esos estados de consciencia en que lo ponían de cuerpo entero en las fauces de la bestia moral. Y así como había dicho tal cosa para desbaratar la mordida que se haría y que lo dejaría canijo, así también se ponía a cantar –sin tono ni ritmo sostenido- viejas canciones, generalmente boleros o baladas cursis.
    “Mabeca, Mabeca… ¿qué habrá sido de tu vida?”
     Mientras secaba el cuerpo, las emociones se hicieron presentes, permanecieron una brevedad entre el pecho y la garganta, y, antes de desaparecer en los pliegues del negro laberinto en que se perdía todo lo que la vida entregaba, recordó aquellos momentos en que había estado con Mabeca, después de vivir aburridas clases en la facultad. “Nada más emocionante que el cuerpo de Mabeca, y no las tediosas teorías de semiótica que nos tiraba al sueño el pobresor Mora. Nada más aleccionador que el temple rebelde de Mabeca, y no la mediocre sumisión de los profes que babeaban cólera y terror ante las autoridades de aquella perra burocracia universitaria”.
     Todavía no acababa de salir de los vaporosos ensueños en que había estado metido, cuando apareció Eloísa diciendo:
     -¿Vendrás a comer?
     Antes de responder, Servando talló adentro de la oreja con la punta de la toalla, dio algunos golpecitos en la cabeza para sacarse el agua y, dejando caer la toalla en el suelo para que Eloísa la recogiera, contestó:
     -No lo creo. Hay demasiadas cosas que tengo que resolver en la oficina.
     -La vida no es sólo trabajo –se quejó Eloísa, con el cuerpo recargado en la jamba de madera nueva, con los ojos puestos en la toalla, donde encontraba algo más que una tela afelpada. Imposible saber qué veía en ella, lo que sí era cierto es que estuvo con los ojos tirados con la misma e insignificante lasitud en que las cosas alcanzan el valor de los desechos.
     -No insistas con esa misma frase, por favor –reaccionó Servando, mientras se dirigía desnudo a buscar la ropa interior en los cajones retintos del ropero.
     -Lo mismo diría yo. Siempre sales con la misma excusa: “Tengo demasiadas cosas que hacer en la oficina” –dijo Eloísa esto último con fingida voz y como a punto de romper con los puños cualquier cosa que se le pusiera enfrente.
     Despues de haber recogido Eloísa la toalla, salió  del cuarto.
     Nuevamente las emociones ocurrieron en el cuerpo de Servando.
     “Ya lo creo que la vida no es sólo trabajo”, se dijo a sí mismo, mientras mojaba la cara con  agua de colonia ante el espejo del cuarto de baño. Enseguida cerró los ojos para embriagarse con la fresca sensación que acabaría haciendo un helado remolino en la nuca:  “Te odio”, dijo después de alzar los párpados y de ver la imagen que estaba reflejándose adentro del ambarino cono de luz.
     Cuando estaba sentado en la sala del comedor, bebiendo el café con leche y mientras revisaba el periódico, nuevamente se le vino la imagen de Mabeca. La vio sentada en el sillón rojo, detrás del habitual desorden de discos y revistas tirados en el suelo. Recordó nítidamente esa ventana empapelada que evitaba entrar las miradas de los moradores de ese edificio de departamentos a las orillas de la ciudad. Estaba desnuda, con la cara asombrada en el hueco de luz que hacía una lámpara de pie, con un cigarrillo encendido y abierta de piernas, borracha con cerveza y vodka, ausente o encerrada dentro de sí misma, ajena de todo lo que habían sido los  escarceos amatorios con el último amante de esa tarde.
     “¿Dónde estarás ahora, Mabeca?”
     -Quiero decirte una cosa, Servando –interrumpió Eloísa los ensueños del marido-. No volveré a cocinar nunca más. Estoy harta de preparar platillos que tú ni siquiera pruebas. De seguir así, pasándote las horas en la oficina, más que en casa, pronto tendré que repensar en si quiero realmente continuar casada contigo.
     -Hasta cuándo comprenderás, mujer, que todo lo que hago es para lograr un mejor futuro para nosotros. ¿Acaso no comprendes esto?
     -¿Futuro? ¿Cuál futuro, Servando? Yo no quiero un futuro en el que me vea junto a un perfecto desconocido; además, vieja y, por lo que parece, sin hijos, mirando con escalofríos y achaques cómo irá acercándose la muerte, mientras tú quién sabe qué jodidos estarás haciendo afuera de casa, huyendo de mí como si fuera una rata. Yo no quiero un futuro así, Servando. No quiero ser una cosa arrumbada.
     -En verdad que eres dramática, Eloísa. Pensándolo bien, debiste ser actriz. Tus dotes histriónicas se están desperdiciando aquí. En lugar de estar reclamándome, bien harías en buscar un papelito en alguno de los grupos de teatro de la ciudad, mejor harías en sacarle jugo a tus dotes en los escenarios, quien quite y con el tiempo se fije en ti algún director de cine y te haga ganar grandes cantidades de dinero y alcanzar la fama que aquí, en esta casa, imposible que pueda suceder … Pero bueno… primero habría que hacerte algunas cirugias menores, sin duda, antes de estrenarte en el mundo del espectáculo.
     -¡Eres detestable! ¡Eres un maldito perro! –Lloró Eloísa, y corrió a encerrarse en la recámara.
     Servando dio el último trago al café, recogió la maleta de cuero y salió sin despedirse de su mujer.
      Adentro del coche marcó en el celular y se puso a hablar mientras esperaba a que el motor del carro hiciera subir los aceites. Después de acabar de hablar con, al parecer, algún cliente, volvió a marcar y, esta vez, se comunicó de manera breve, tan breve y puntual como un estornudo.
     Dijo:
     -Hola, cariño. ¿Te apetece que comamos en El Molino Azul? ¿O prefieres otro sitio?
     -…
     -Bien. Entonces nos vemos a las tres en punto. Te recojo donde siempre… Chao.
     Contento con el resultado, Servando dio volumen al estéreo y puso en marcha el carro. Al tiempo que se oía una canción de Juanes, se enfiló por las calles y avenidas que lo llevarían al despacho donde acostumbraba trabajar algunas pocas horas.


2 comentarios:

  1. Me encantan tus relatos, Bocanegra. ¡Cuántos Servandos hay por el mundo!.
    Un abrazo.

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  2. Podríamos hablar, Blanca, que la historia del engaño sigue vigente; Servando no es más que un ejemplo más entre millones de ejemplos que en la historia amorosa del hombre han existido.

    Un abrazo

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