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jueves, 20 de octubre de 2011

El miedo de Gilberto


Tenía cuarenta años, cuando Gilberto decidió no dejar pasar el día. Desde temprano en la mañana, me despertó diciendo: “He soñado algo inolvidable, Lucía. Soñé que estábamos en el parque donde nos conocimos. ¿Recuerdas? Pero estaba el parque mucho más lleno de arbustos, con más jardines y flores y eucaliptos. Tú estabas disfrutando de un helado y yo miraba el estanque donde había gran cantidad de cisnes que hacían figuras, como si estuvieran realizando una danza suave en el agua verde y acorde con el ritmo que hacían las otras formas que se movían alrededor. Mientras tú gozabas con el paladar, yo gozaba con la mirada y el oído. Escuchaba la música de los colores en medio de ese silencio transparente”.
     Luego de acabar de contar el sueño, Gilberto me abrazó y me dijo al oído: “Estoy seguro que este día permanecerá dentro de mí, indefinidamente. Presiento que será un sábado inolvidable como el sueño mismo que acabo de contarte. Te amo, Lucía”.
     Me apretó tan fuerte, que noté que algo dentro de Gilberto había ocurrido, algo de lo que él, quizás, no estaba enterado.
     Teníamos cuatro años de vivir juntos; yo era su tercera esposa. Aunque no hablaba nunca de manera directa de sus anteriores mujeres, bien se podía inferir que había fracasado como marido y como padre en ambos matrimonios. Con la primera mujer había procreado dos niñas; con la segunda, un niño. En nuestro caso, estábamos sin hijos. Fue él quien me propuso no tener criaturas hasta estar seguros ambos de que querríamos vivir juntos hasta la muerte. Yo estuve de acuerdo. Soy mucho más joven que él y bien puedo esperar algunos años más para embarazarme. Aunque, a decir verdad, yo hubiera querido ser madre a estas horas de la noche. Es tan asfixiante caminar siempre por los mismos huecos del día, con las mismas manos y con el mismo sentimiento de fastidio por todo lo que acontece. Pero bueno, otra sería la historia si me pongo a hablar de mí, en vez de contar sobre lo que sucedió ese día en Gilberto, desde temprano en la mañana.
     “Yo también te amo”, le dije, luego de haber sentido toda la fuerza de sus manos apretando sobre mi espalda.
     “Te propongo ir al parque”, me dijo. “Quiero saber si es posible vivir realmente lo que el sueño me ha enseñado. ¿Te parece?”
     Acepté, sintiendo todavía la plancha sobre mis pechos a causa de su efusivo abrazo. Enseguida, a manera de broma, le pregunté: “Oye, Gilberto, ¿acaso en el sueño, antes de estar en el parque, hubo desayuno?” Para mi sorpresa, sus ojos me miraron de una manera distinta a la de otros días. No había en ellos el brillo de la alegría o la transparencia dulce, tranquila, de quien está mirando con amor y ternura a su mujer. Por el contrario, vi en sus ojos la expresión de alguien que se siente perdido en medio de la noche. Percibí la mirada de un niño aterrado. Por eso fue que dije: “Será maravilloso volver a estar en la banca donde nos vimos por primera vez y donde me hiciste reír tanto con tus cuentos”. Después de decir esto. Gilberto volvió a abrazarme, esta vez con menos fuerza, y me susurró: “Gracias, Lucía, por estar conmigo”.
     Como era de esperarse, en el parque no hubo cisnes ni danza ni más arbustos ni más eucaliptos. Sí hubo, en cambio, el helado de fresa y limón para mí, y una paleta de nuez para él. Encontramos la banca en que nos habíamos conocido y nos pusimos a hablar, sobre las viejas tiras de madera gris, de las cosas que nos habían ocurrido durante la semana. Luego de caminar por todo el parque, nos fuimos a comer mariscos y a beber cerveza clara en una fonda ambientada con rockola y patas de elefante en las esquinas. Al final de la tarde llegamos cansados a casa, pero contentos. Hicimos el amor bajo la ducha, y también en el sofá de la sala, mientras en el estéreo Pink Floyd tocaba desde el lado oscuro de la luna. Para acabar de llenarnos, pedimos por teléfono una pizza y la cenamos con vino tinto. Definitivamente, había sido un sábado maravilloso.
     Estábamos mirando un programa en la televisión cuando Gilberto, inesperadamente, se levantó y se puso delante del televisor para decirme, o mejor, para gritarme: “No quiero que acabe este sábado, Lucía. No quiero que llegue el domingo. Ha sido tan increíblemente especial éste día, que me aterra saber lo que podría suceder mañana. Odio los domingos, Lucía. Odio los domingos. Los odio, los odio…”
     Mientras iba gritando esta última frase, en un crescendo aturdidor y desesperante, el terror comenzó a chorrear por sus ojos y la piel de su cara fue perdiendo color. Dejó de gritar hasta que se le llenó la boca de una tos imposible de detener.
     Había sido tan triste verlo sudar y toser hincado sobre el tapete verde, tan triste escuchar esa tos de perro enfermo, tan triste verlo temblar con los ojos enrojecidos y llenos de pánico, que fui a abrazarlo. Me hinqué, puse la cara sobre su pecho y comencé a decirle, de una manera suave, al tiempo que acariciaba su mano: “No pienses en el domingo, Gilberto. No dejes que te aterre el mañana. Te quiero mucho, amor. Te quiero. No pasará nada si llega el domingo”.
     Antes de separar la cabeza, escuché el galopar frenético adentro de su pecho, y su respiración agitada, y el temblor de sus brazos. Había cedido la tos; pero no el miedo, no la angustia de que entrara el domingo a la casa. Mas, en el reloj de pared, se nos avisaba que el domingo había llegado hacía más de una hora.

6 comentarios:

  1. Me ha mantenido en vilo todo el rato. Muy bueno, Bocanegra. Creas expectación y tensión en el relato. Me ha gustado mucho.
    Bss

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  2. Gracias, Blanca, por el aliento que me das con tus palabras.

    Un abrazo

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  3. Entiendo perfectamente el pánico del protagonista:yo odio, odio con toda mi alma los domingos.
    Que bueno es exteriorizar las neurosis...Gracias por ello, hoy me siento como uno de tus personajes. Que por cierto, si hay algo difícil de mostrar en literatura, bien hecho claro, son las neurosis de los personajes, esa dimensión tan humana.
    Siempre estupendo.
    Buen sábado!!!!

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  4. No pude dejar de leer hasta que acabé con la última letra... Muy buen relato, me encantó. Aunque debo admitir que me estremecí mientras leía porque al igual que Gilberto, le tengo terror al tiempo. De algún modo también me sirvió leer tu relato.
    Saludos espero que tengas un lindo Sábado, yo me voy al parque :D

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  5. Gracias, Miette; gracias, Allison. Leer comentarios así, como el de ambas, siempre será alimento para continuar con la creación y recreación literarias.

    Un abrazo suave, de otoño fresco.

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  6. He llegado hasta uno de tus instantes, este que lleva por título El miedo de Gilberto, a través de un amigo compartido -Carlos Gamissans- y ha resultado ser un maravilloso hallazgo. Tu relato atrapa casi de inmediato, porque genera interrogantes que, como lector, anhelamos responder. Me gustó mucho. Me pasearé por aquí de vez en cuando. Te invito a mi casa, igualmente, si lo deseas. Un abrazo

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Gracias por asomarte a este blog de instantes

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