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sábado, 3 de septiembre de 2011

Entre el gordo y Sandra

 
Era un gordo en quien pensaba. Olía a palomitas con mantequilla derretida. Su respiración era gruesa, pausada y como llena de hilazas que raspaban en filos de cartones. Tras de beber dos grandes vasos de gaseosa, lo que siguió fue una fila de regüeldos separados por dos o tres segundos. Si mi neurosis no me engaña, el número de eructos alcanzó la cifra exacta de los cincuenta en menos de un minuto, cada cual en su respectiva línea de prolongación y volumen. El hedor que en cada uno de éstos escapaba, era como para echar un frasco entero de agua de colonia y abandonar el sitio.

     La presencia de este personaje continuaba mientras leía La muerte de Virgilio o, también, mientras escuchaba la música ambiental en el teléfono, a la espera de que al otro lado de la línea respondieran (Servicio al cliente) a mi reclamo. Después de saber que era inútil continuar esperando en el teléfono donde no dejaba de sonar la misma melodía edulcorada y empalagosa, sumándose a todo esto la imagen del personaje de marras, quien, ajeno a mis desajustes emocionales, de pronto se había puesto a sonreír ante algo que habían visto sus ojillos de viejo hamster, hundidos bajo dos cejas que parecían pintadas, digo, después de toda esta mescolanza, apreté la tecla roja para cancelar la incomunicación y enseguida me puse a rasguñar sobre una costra de puré que había en el terciopelo del sofá. Esta simple actividad permitió quitar la costra pero no deshacerme de la presencia del personaje que, conforme transcurría el tiempo, se iba haciendo más y más insoportable.
     -¿A quién maldices? –apareció de pronto Sandra, detenida frente a mí-. ¿A quién le has dicho todas esas majaderías?
     Pero entonces yo, mirando hacia la punta de sus sandalias donde asomaban unos dedos limpios y un poco deformes, dije:
     -Me harta que ofrezcan un servicio y que no lo cumplan. He llamado treinta veces a la tienda donde compramos el refrigerador y nomás me han dejado con la bocina sonando a pasteles.
     -¿Ya revisaste el depósito del toilet de arriba? Toda la noche estuvo tirándose el agua –advirtió Sandra, conminativa, con la mano izquierda frotándose en la humedad de sus cabellos.
     Para su sorpresa –y hasta para mi sorpresa, también-, se me escapó una risotada, y todo porque el marrano gordo soltó un eructo más estruendoso que los que Pantagruel echaba en el mundo. Desde luego que no iba a decirle a Sandra sobre la presencia del personaje que me venía acompañando desde hacía varias semanas.
     Luego entonces, intentanto evitar tormentas, expliqué:
     -Perdón. Es que recordé un estúpido chiste, sabes. Y… sí, ya revisé el excusado pero nada puedo hacer. El mecanismo que hay en él me produce… no sé, mucho miedo y, no sé, hasta me hace sentir ridículo. Lo cierto es que no es como los baños de antes, que bastaba aflojar o apretar rondanas para quitar o poner un simple flotador. Ahora son flotadores que se activan a fuerza de mecanismos diseñados por ingenieros que cuidan muy bien su trabajo, sabes.
     -¡Qué rollero eres, Julio! No veo qué tenga que ver el trabajo de ingenieros con la revisión tuya en el toilet de arriba, y mucho menos con tus dudas para nombrar esa sensación que te ha hecho sentir ridículo.
     -Es cuestión de sintonías, querida –me defendí diciendo-. Lo que ocurre es que tú andas en fa mayor y yo ando en si bemol. Estás tan fresca y lozana. Tan recién salida de la tina. Pero yo, que me siento más sucio que una calle de burdel y con una pesadilla que para qué te cuento. Lo que sí te digo es que en estos momentos me cuecen los compañones aquellos que, se supone, dan servicio al cliente y no es verdad. Me parece que todo es puro cuento derretido en grasa, que no es cierto que hay servicio al cliente y sí violencia psicológica (pura psicología experimental) dirigida ex-profeso a imbéciles que disfrutan del maltrato y de mermeladas sin pan y sin café.
     -Pero me parece que lo que decías antes –atajó Sandra-, en absoluto tenía que ver con servicio al cliente. Oí que maldecías a un gordo que no sé qué y que sabe cuánto y que maldita la hora... -terminó disparando como ametralladora sobre mi testuz, que estaba hacia abajo y a merced de sus estocadas, pues de pronto me había interesado en descubrir más costras de puré o de tomate en el sofá.
     Pero antes de aclarar nada, tal cual, en verdadero punto y aparte, me asaltó el gordo aplastando mis hombros con su manazas, y dijo, con el más pútrido aliento de un medieval enfermo del hígado: “Yo a esta chica no le haría ni poquito caso. Mira que insultarte en lo más íntimo de tu fuero interno”.
     -¡Tú calla! –solté la orden para el gordo; pero quien la acabó escuchando fue Sandra.
     -¿Cómo dices? –preguntó ella al tiempo que ponía las manos sobre las caderas.
   -Perdón –dije mientras miraba sus ojos, en los que descubrí tanto desprecio y burla, y continué justificando lo injustificable-. Ya estaba haciéndose otro chiste en mi cholla y fue así que, para mí mismo, dije lo que escuchaste.
     -O sea que además de rollero, ahora vas que vuelas para loco, ¿eh? –sentenció Sandra.
     -Mejor será que me ponga a buscar un plomero –dije.
    -De acuerdo. Mejor es que hagas algo productivo y no que te la pases maltratando a tus fantasmas –y tras de decir esto, desapareció Sandra de mi vista.
     Al poco rato me puse a marcar el teléfono para contactarme con un plomero, pero el gordo se había puesto mal, verdaderamente mal. Estaba vomitando los kilos de palomitas con mantequilla y los litros de gaseosa. Ver tal desahogo en plena tarde, me obligó a salir de casa y echarme a andar por toda la ciudad hasta que el asco y la desesperación me abandonaran. Ya en la noche, probablemente, otras pesadillas acontecerían junto a Sandra o lejos de Sandra.

2 comentarios:

  1. Vaya personaje el gordo, jejeje, pobrecito de mi si me cruzara con él

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  2. Gracias, Daniel. Veo que hizo acto de presencia el gordo en tu imaginario, y eso significa que allí está el personaje viviendo en los campos de la imaginación.

    Saludos

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