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domingo, 18 de septiembre de 2011

Así vamos



Opalino cielo en la mañana: 7: 45.
Alirio Díaz toca en la guitarra el Adagio del Concierto de Aranjuez.
Al otro lado del parabrisas: un río de carros.
La imagen del cielo está para quitar el tedio. La música de Joaquín Rodrigo está para conducir el pensamiento por las calles de Madrid o Granada, aunque el cuerpo está en Texas y no hay nadie para distraer tanta nostalgia que de pronto emana, espumosa, por todo el equeleto en que se nutren los gusanos de la vida.
Mientras el caletre se consume en remolinos alimentados por el recuerdo de breves estancias en La Alhambra y El Escorial, el río de carros fluye multicolor y se desmadra por las rampas que indican salidas numeradas en cada milla: 35 Interestatal de Norte a Sur. No es ya el Big Sur que vieron los ojos de Kerouak. En un parpadeo desaparece la biblioteca real y se impone el mausoleo de varios mármoles. Allí están, en El Escorial, los huesos de varios reyes, rodeados por un boato inolvidable. En otro momento de otro día, casi de tarde, las fuentes y sus cristalinas aguas mojan las pupilas al salir sin prisas, embelesados, a uno de los patios de aquel alcázar alzado en magnífica montaña, soberbio a todas horas. Después de todo el encanto, como por arte de magia vemos todavía la paloma aquella que tiembla en la rama de aquel roble aturdido con polvillos pardos.
En un segundo la vida frota el medular encomio de la sonrisa pasajera: señal inequivoca de cómo acontece lo cierto en huecos de inefable materia añeja.
Frente a los ojos la piedra celestial del ópalo se espolvorea sobre luz tenue, como la luz que se hace en caribeño escampe: luz verde-azul, palpable en su dorada transparencia. Sin embargo, estamos a tres millas de llegar al corazón de Austin, bastante lejos de La Habana y de Puerto Rico.
Del Allegro Gentile ni nos dimos cuenta cómo sonó ni cuándo terminó en la guitarra pulsada por Alirio Díaz. Fue todo tan río subterráneo en los laberintos del recuerdo y de un presente acallado por aletazos del futuro inmediato que exigía mayores atenciones. Fue todo tan a salto de sabores y palpitaciones provocadas por los apenas y los casi, presentidos en aquella hora de aquella tarde crepuscular cuando un perfil de muchacha –tal vez sevillana- nos hizo imaginar el paraíso y las caricias de Eros, pero acabó todo en burla y desconcierto, en cansancio de piernas embriagadas, en horror por la noche que no dejaba ver nada, absolutamente nada, después de haber bebido copas de diferentes vinos en tascas con olor a madera y tabaco saturadas. 
Ahora la claridad estaba a orilla de los párpados, pero no la alegría de aquellos años en que vivir era acabar ahíto de experiencias. Ahora estaba allá afuera el semáforo en rojo: 8:30 a.m. Ya no había cielo sino árboles y edificios altos. Alirio Díaz se había ido al fondo de la otra realidad, a la que se podía acceder en otro instante a través de un CD y un botón.
Vamos por la 15 Street rumbo al Oeste de Austin. El cuerpo va débil, somnoliento, oyendo apenas el rumor que hacen los coches al otro lado de las ventanillas. Es viernes. Así vamos, llenos de imposibles fugas, detenidos en los entretelones de vagos sueños que nos salvan de caer muertos de fastidio. Así vamos, inventando breves historias que nos ayudan a sobrellevar las adherencias que nos impone la realidad y el sinsentido de estar sin estar en parte alguna. Así vamos.

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