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domingo, 28 de agosto de 2011

Intensidades










Siempre la misma imagen a la misma hora: un patio andaluz a media mañana, una ventana abierta, una guitarra posada detrás de un atril, una silla negra y el banquillo donde el guitarrista (o la guitarrista) pondrá el pie para tocar de manera clásica. Luego surge un poco de historia. Una historia breve cada día, después de pasear los ojos por ese patio andaluz y penetrar en la quietud fresca en que yace la guitarra anaranjada, siempre.
     Si es lunes la historia inicia a la par que se oye Preludio para Olga (Jorge Morel). Los dedos del guitarrista (o la guitarrista) pulsan suave y pulcramente los acordes de la pieza. No es visible el rostro del guitarrista. Sólo es música. Son sus cabellos negros los que tiemblan con cada matiz encontrado en las cuerdas, en el diapasón, en la caja anaranjada. Son sus cabellos los que pasean sobre el suave resplandor que se hace en la madera del instrumento que ahora expresa Milonga de Jorge Cardoso. Nostálgicas notas que resbalan y que hacen el contrapunto en medio de esa habitación, abierta a un patio de blancura y sol.
    Si es domingo la historia se esconde en un soneto –mapa de una historia de imposible novela-, y es Antonio Lauro a quien interpreta el guitarrista (o la guitarrista). Carorá y Natalia son las piezas que suenan a la par que el soneto va planteando el problema en su primer cuarteto, y es ya en el segundo cuarteto que la exposición se ha hecho plena, y plena es ya la ejecución que el guitarrista hace de Natalia: vals tierno que huele a tierra, a yerba, a cafetal y ron. Con el primer terceto la hora en el patio andaluz se ha llenado de flores, de colores y sombra en paredes blancas, blanquísimas. Sería casi como encontrarse en ese momento a Lorca, triste y meditabundo a punto de abrir el negro cancel de arabescos y otras figuras, y acallar los vozarrones que gritan en la calle, ajenos a la Suite de Leo Brouwer que el guitarrista (o la guitarrista) ofrece para el que está escribiendo el soneto de otra historia.
     Si es hoy -día sin cielo y sin calendario- los ojos buscan más allá de la quietud que encierra el atril, la guitarra anaranjada, la silla negra, ocupada por los resplandores del mediodía, buscan las existencias por las que el guitarrista y la guitarrista sueñan. Una existencia podría ser Olga, a quien Jorge Morel dedicó su Preludio, o bien podría ser la existencia del niño que oye a papá tocar El Diablo Suelto de Heraclio Hernández, o tal vez no existan Olga ni el niño, sino que todo en el guitarrista y la guitarrista –existencia de historias breves como de ensueño- sea el rasgueado, el punteado y la mucha alegría que les ocurre en cada interpretación, que todo en ellos sea nostalgia, nada más que nostalgia como la que emana del tema que ahora se escucha claro: Alfonsina y el mar, de Ariel Ramírez.
     Breve historia, tan breve e intensa como el tiempo que duran algunas notas de Tango en Skai (Roland Dyens). Breve historia como el tremolar de esos cabellos negros que flotan en medio de dos manos y encima de la crepuscular guitarra. Cielo de mujer desnuda. Apenas insinuación, voz quebrada por distintos tonos y temas que atraviesan la hora en que aparece siempre la misma imagen. 
     Y lo que sigue al siempre, ya de tarde o ya de noche, es el rumor gastando las paredes de otra página. 
     Otra música. 
     Otro soneto. 
     En fin, otros rumbos que la vida afirma.







2 comentarios:

  1. Gracias, Miette. Siempre será un gusto saber que has estado del otro lado de la página.

    Abrazos

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Gracias por asomarte a este blog de instantes

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