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miércoles, 6 de julio de 2011

Transterrados



En Ese Lugar la población estaba compuesta por transterrados que habían huído de países ajenos a sus auténticos intereses. Aunque en todos ellos las razones y sinrazones que los había llevado a la fuga eran distintas, había algo que los mantenía cohesionados durante un tiempo, hasta que un día, después de pocos años, salían de allí y nunca más se volvía a saber nada de su fugaz existencia. Algo que los sumaba en su ir y venir por las calles de Ese Lugar, era su impermeable silencio cuando se sentaban en la banca de un parque o cuando entraban en los hoteles donde se hospedaban. Nadie, absolutamente nadie podía interrumpirlos de la caída abismal en que flotaban durante poco más de cuarenta minutos bajo la sombra de frondosos árboles o detenidos en el vestíbulo del hotel en que se detenían a contemplar las ventanas por las que el mundo les recordaba que estaban de paso en Ese Lugar.
     Respecto de la cantidad de hombres y mujeres, de transexuales y otros géneros que había en Ese Lugar, resulta imposible determinar exactamente las proporciones. Lo cierto es que era impensable ver algún niño corriendo detrás de una pelota, viajando en bicicleta o gritando a otros niños que vinieran a jugar con él en algún parque o plazoleta. Me parece que, hasta ahora, no ha llegado una familia de transterrados a vivir en Ese Lugar. Todos ellos han sido hombres y mujeres, transexuales y otros géneros, que escaparon de su tierra sin más equipaje que sus pensamientos, y sin más compañia que su propia sombra.
     Cada mañana podía uno ver esos pantalones ambulando por las angostas calles de piedra gris, descoloridos y maltratados por las inclemencias del tiempo, o bien, ver en  estivales tardes las transparencias en que las mujeres hacían palpable el cuerpo debajo de las gastadas telas de su atuendo, sin pudor alguno ante los ojos del vecino, quien rara vez echaba miradas lascivas, pues no ignoraban ambos que el sexo era pan que se ofrecía sin regulaciones mercantiles en cualesquier calles de Ese Lugar. Tampoco hay que decir que era una población enorme la que vivía allí. Alguna temporada hubo la suficiente cantidad de transterrados viviendo y llenando todos los cuartos de los hoteles; pero fue una temporada que no se ha vuelto a repetir en mucho tiempo.
     En Ese Lugar no había periódicos ni radios ni televisores ni cinematógrafos; había piscinas con aguas en distinta temperatura y profundidad, un mar a cincuenta kilómetros, un pabellón en el centro de la plaza principal cuyas paredes eran utilizadas para pintar abstracciones, o bien, para gritar en algunos salones la interminable y babélica historia de todas las voces que habían querido dejar constancia de su paso por Ese Lugar. Para ir a la playa, se tenía que viajar en bicicleta -durante tres horas cuando menos- por un camino hecho de piedras grises. Al llegar allá, había palapas donde tirarse a descansar y a beber los frescos cocos preparados que les regalaban los generosos habitantes de Esa Playa, de quienes se ha dicho que nunca renunciarán a dejar la suave arena en que fueron abandonados por sus padres los dioses. Esta generosidad era un modo de corresponder a la dolorosa historia que han vivido todos aquellos que por distintas razones decidieron perder los orígenes de su frágil y –a veces- complicada identidad.
     Los hijos de esos dioses, desnudos hasta en las más dramáticas tormentas del invierno, usaban como forma de expresión la risa y el susurro. Quienes llegaban a Esa Playa, exhaustos por la constante pedaleada, a los pocos instantes descubrían que el lenguaje de esos personajes de estatura mediana, de corvinas cabelleras y dientes blanquísimos como la arena en que caminaban sus robustas piernas, era diáfano y, por lo mismo, sencillo de corresponder.
     Después de los cocos frescos preparados, llegaban los platos de pescado y ensalada agridulce, las aguas de frutas y el dulce de coco para acabar definitivamente con el hambre y el cansancio. Todo esto era traído y entregado por parejas que lo expresaban todo con sonrisa, recogían los restos de la comilona con sonrisa y susurro, y para cerrar las puertas de la generosidad, acababan soltando las parejas una rítmica tosecita en señal de que había que dejar descansar a los visitantes.
     Mientras dormían los transterrados, sucedían sueños que refrescaban el otro cuerpo, o vivían la existencia de alguna de las almas de los habitantes tragados por las aguas de Esa Playa. En el primer caso, podría tratarse de un sueño de lluvia camino a un indeterminado lugar; podría tratarse de un chapuzón en las aguas de la infancia, o podría tratarse simple y llanamente del refresco que llegaba en esos momentos con la brisa. En el segundo caso, eran sueños llenos de imágenes tan reales que el soñante acababa sufriendo efectivamente las vivencias del cuerpo que había muerto en esas aguas hacía un tiempo indeterminado. Eran sueños que tenían que ver con esa historia profunda del ser anónimo, soberanamente humano y bendecido con la generosidad de los dioses de Esa Playa.
     Después de una hora o más de sueño, el visitante, si había despertado tranquilo y dispuesto a afrontar la fuerza de las aguas de ese mar, introducía el cuerpo y nadaba o se abandonaba a los brazos del oleaje. Si el visitante lo ignoraba, allí estaban los hijos de los dioses para hacérselo saber: que no había que estar más de una hora tentando la voracidad del mar. Estos personajes generosos conformaban un coro de sonidos indescriptibles que obligaban al nadador a salir del agua. Éste no sentía necesidad de preguntar nada. Aceptaba que todo allí, en Esa Playa, ocurría sin haber explicaciones de por medio. ¿Acaso le habían preguntado al visitante si quería beber agua de coco preparada, aguas de mango o de piña: si quería comer pescado a las brasas: si le gustaban las ensaladas agridulces, el dulce de coco?
     Comer y beber, dormir y soñar, meterse al agua y salir de ella, cada una de estas acciones había sucedido en un tiempo preciso. ¿Cómo explicar la exactitud en que el gusto y el placer guardaban las dimensiones de la mesura, o de lo contrario, acababan creando otra realidad, muy distinta del gusto y el placer? Es verdad que la intensidad en el gusto y en el placer podía variar en cada uno de los visitantes; pero para los personajes de Esa Playa, esto lo resolvían con la sabiduría propia de los dioses que los habían engendrado, quienes descubrían claramente en la mirada de los visitantes los plazos y tiempos que necesitaban para llenar las honduras de singular espíritu.
     De regreso a Ese Lugar, cuando las estrellas mostraban la tranquila infinitud de la existencia, los transterrados no acababan todavía de olvidar el mar de susurros en que fueron despedidos de Esa Playa, y era así que se dirigían como sonámbulos al hotel, cruzaban el vestíbulo sin importarles que estaban de paso en ese sitio y caían rendidos en la cama, con todo el sueño listo para ser vivido hasta la muerte.
     Nadie ha sabido que algún transterrado hubiera pasado más de un día en Esa Playa. De hecho, existe la sospecha de que quienes lo habían deseado, durante la misma madrugada en que dormían hamacados entre palmeras, no regresaron jamás del sueño ni volvieron a saber jamás que habían muerto por causas desconocidas. A mi me consta que, luego de haber estado en brazos del oleaje, los ojos de los personajes producían poderosas fuerzas que sólo hacían pensar en el regreso a Ese Lugar. Quienes hemos estado en Esa Playa, cuando la abandonamos, no queríamos jamás regresar a ella. Sabíamos perfectamente que el único espacio al que pertenecíamos estaba adentro de nosotros, y que adonde fuéramos, sabíamos que era imposible volver a tocar las aguas de ese mar de ensueño.
     “¿De qué se vive en Ese Lugar?”, preguntarán los lectores. Les digo que se vive de pan y de agua, de cultivo espiritual y físico. En verdad que allí nadie hace preguntas que entorpezcan el sentido de la existencia plena. Los diccionarios como las bilbliotecas son inexistentes, tampoco hay hospitales ni cementerios, ni escuelas ni universidades. Sería absurdo construir todas esas instituciones de las cuales se ha querido escapar para siempre. Además que allí nadie podría quedarse a vivir hasta el último día de sus vidas. En cada cuarto de hotel, en cada copa de árbol, detrás de cada muro, hay entes que saben el momento oportuno en que aconsejarán y obligarán a los transterrados a abandonar Ese Lugar.
     “¿Cómo se llega a Ese Lugar?”, tendría que escribir una gruesa novela para dar a conocer los diversos itinerarios y todos los procesos que conlleva tomar la decisión crucial de ir hacia ese sitio. Mejor será ahorrarnos dicho trabajo y tirarnos a pensar en el mundo que, aunque nunca será como lo imaginamos, nos mantendrá ocupados y divertidos con tantos deseos nuestros.

1 comentario:

  1. Jorge! qué regocijo leer este nivel d literatura. Más pronto que tarde encontrarás un editor. Lo sé. Frase genial: Sabíamos perfectamente que el único espacio al que pertenecíamos estaba adentro de nosotros... Enhorabuena

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