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lunes, 20 de junio de 2011

Esa cosa asquerosa

Alguna vez Stravinsky fue acusado de plagiar musicalmente las obras de los clásicos. Pero él, sin ruborizarse en absoluto se defendió diciendo: “Ustedes respetan todo eso que yo amo tanto”. Tal vez no fueron exactamente estas sus palabras, tal vez no, pero lo cierto es que Stravinsky, como otros tantos artistas, ha dejado en claro que el arte es energía renovada y no, como algunos piensan, sagrada reliquia. Por otra parte, en uno de sus libros confesionales (Los libros que amé / que he amado o que tanto amé; el título exacto se me escapa pero para el caso…), Henry Miller registró que en una de sus novelas había puesto un capítulo íntegro de una obra que no era suya.
     Para los historiadores del arte y de la literatura, para los críticos y estudiosos del arte, en fin, para los especialistas, supongo, no es novedad lo que hasta aquí he estado tratando: que la obra de arte es el cuerpo conformado con las sustancias y materiales de otros cuerpos. Más todavía, toda obra se expone y se comprende por las filiaciones que en ella se evidencian, sin las cuales, suele ocurrir que el objeto estético lleva a la duda de si se trata de una obra o de una ocurrencia, de una broma de mal gusto o de la cosa de un loco que se ha creído poeta.
     La cuestión en este breve texto, sin embargo, no radica en saber qué es lo que hace que una obra sea considerada obra de arte ni, mucho menos, ejercer el oficio de jurado de ninguna clase de concurso estético. La cuestión aquí es otra, más política que estética, más visceral que filosófica, más pueril que académica. ¿Quién decide lo que es propio de, o bien, quién decide lo que le pertenece a quién como obra suya y no de otro u otros? ¿Cómo estar plenamente seguros del autor y del origen de la obra de arte?
     Haber citado o parafraseado las palabras de Stravinsky y haber apoyado la idea con la confesión de Miller es con el propósito de colocar en el corazón una de las cosas (con alto valor institucional) que más náuseas me provoca, porque cuanto más pienso en esa cosa, más son los remolinos en que se mueven mis meditaciones hasta alcanzar la migraña y la deposición inevitable. Me refiero al valor de la propiedad privada. Este valor, esta institución añeja (por los siglos de los siglos) cada vez más apreciada y sostenida por incontables seres de este planeta, es algo en que no veo cómo ni cuándo podré dejar de padecerla sin enfermar hasta el colmo de lo irremediable.
     Dirán los que gustan de hacerlo todo en beneficio de la señora y muy respetada sociedad: para la organización de la polis, en efecto, conviene tener bien aseguradas las cosas de la administración –los bienes sociales-, pues es con ellas que la polis delimita los territorios –las instituciones- en que el poder se distribuye. Son esos mismos politólogos culturales quienes aseguran que los derechos de propiedad de bienes son la afirmación sin contratiempos de un poder que garantiza la continuada existencia de un espectro signado con diversos nombres: bienes culturales, bienes históricos, bienes sociales, bienes artísticos, etc.
     Hablar así, con semejante arrogancia, puede llevar a pensar en lo inútil que puede ser la comunicación. Por contraparte, o como reacción pertinente, bastaría con ir deteniendo y analizando cada uno de los términos empleados en tal modo de discurrir para sospechar el juego que los sinsentidos –y las tautologías- hacen en provecho de generar tantos objetos de aparente profundidad y que no son más que artificios logrados con la maestría de un Hamelin. Cuando nos vemos realmente rodeados por tanta artificialidad venerada, no hay que dudar que la descomposición vendrá inevitablemente, y junto con la descomposición el hastío por tanta decadencia sutilmente sobrellevada en aras de eso que llaman comúnmente evolución y desarrollo.  
     ¿El arte es un bien social? ¿El arte es un bien histórico? ¿El arte es un bien cultural? Esto es ahorcar el pensamiento. Cada una de estas preguntas deja muy poco o nada que decir para responderlas. Pero es de esta clase de preguntas que la polis se vale –mediante la actuación de las instituciones- para sostener la idea de valor que hay en todo lo que ha sido producido como propio de… Es en este producir como lo propio de/ que la confusión me llena el pensamiento. ¿Acaso los colores son propiedad de? ¿Las palabras son propiedad de? ¿Las maderas, los cueros, las gargantas, el aire, las piedras son propiedad de?
     Obrar con la certeza de que hay una firma reconocida por las insituciones de la polis o del estado no ha sido, en mí, práctica que me dé alegrías ni satisfacciones de ninguna especie; por el contrario, me ha llevado a padecer tirrias y desanimados días de prolongada tristeza. Por ejemplo, ¿quién escribe y qué fuerza impulsa a mis dedos cuando escribo? ¿Quién es el que lee y piensa la historia que fue escrita con tantas palabras cuyo origen es incierto? Si digo: “yo soy el pensamiento que escribió esto”, ¿dónde hay que colocar yo ante escribió y cómo estar seguros que el pensamiento es otra cosa de lo que digo cuando pienso en esto? Ya lo dijo el filósofo del martilleo incansable: el yo es ilusión. O los taoistas: el yo es nada más que vacío puro.
     Dudo que ante la muerte deba firmar un contrato o que pueda interrogarla si es a mí a quien realmente ha querido sacar de este mundo. Ni yo mismo sabré cuando ya esté muerto. Pero mientras tanto, insisto, desconfío y me dan náuseas los aferrados en saberse propietarios de las energías del arte. En otro momento lo haré, pero creo que el nombre de los artistas estorba u obstaculiza las energías que suceden en las obras estéticas. El nombre sólo sirve para vender, no para experimentar las fuerzas que hay en las obras de arte.
     Que Stravinsky haya dicho que era su amor por la música el que le provocaba apoderarse o adueñarse de las ideas musicales de otros, obliga a pensar –al menos en mí- en el ser energético de los lenguajes, antes que en el ser de las cosas-mercancías. En lo primero –experiencia estética- es seguro que podré escapar de las garras de los derechos de propiedad, en tanto que en lo segundo, es seguro que estaré a merced de las leyes del mercado y de los caprichos de la iniciativa privada. Será aquí, en este juego de los bienes, donde  ocurre que compramos liebre por gato.

6 comentarios:

  1. Que cosa tan genial bajo Esa cosa asquerosa. Cada vez que tu pensamiento reniega de ser imitación, tantas veces es original. Un punto clave que presentas: el hastío que provoca ese mercado del arte repetitivo. Siento rugir la consagración de tus palabras.

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  2. Es y será siempre tu visión abierta al optimismo la que oye eso que apuntas. En cuanto a mi pensamiento de renegado, efectivamente, es con él como he podido escribir sobre cosas como la de este texto que comentas. Gracias,por tus palabras.

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  3. Se nota que lo has escrito con el corazón en el puño, has dejado claro qué es lo que impulsa tus dedos: El corazón y gracias a ese impulso, que por desgracia grandes artistas hace tiempo que perdieron, y como bien dices ya solo vende su nombre, nos has dejado aquí una auténtica obra de arte en forma de artículo indignado. Un fuerte abrazo compañero.

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  4. Por cierto, he compartido tu artículo en mi perfil de facebook, un saludo.

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  5. Gracias, Daniel, por ambos comentarios; por la apreciación de este último instantario y por avisarme que has puesto a circular en tu facebook "Esa cosa asquerosa". Estamos en el mismo barco. Saludos.

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  6. Me encanta Stravinsky genial su pájaro de fuego y de mi querido Miller, brutal su trópico de capricornio. Enhorabuena por el blog, y un saludo desde Luz y Penumbra!

    Aunque... Schoenberg también me gusta ja,ja,ja... lo digo por las rivalidades que tuvo con Stravinsky... pobre Schoenberg me lo imagino gritando: !Yo nunca tuve sífilis!

    Enserio, me ha encantado el blog!
    Saludos!

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