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miércoles, 15 de junio de 2011

Aquellas horas



Asomado a la ventana para ver jugar a los niños, sin buscarlo él, se le encimó una imagen que lo hizo casi llorar. Los niños lanzaban la pelota y se gritaban, pero Julián, con la garganta seca, se preguntó cuándo había dejado de jugar y por qué había dejado de jugar.
     Vio sus pies hundidos en el agua de mar; volvió a experimentar el movimiento mareante que tanto lo asustó. Respiró con miedo. Agitación plena en las rodillas y gajo amargo en la garganta.
     A la par que los niños peloteaban, la perrita Sombra seguía las cintas sueltas de los zapatos de Gilberto. Quería morderlas, hacerlas desaparecer. No era fácil, con tanto pelotazo y saltos y gritos, siquiera rozar con el hocico una de las puntas. No obstante, Sombra continuaba en su intento de comerse el rehilete amarillo que se hacía en los zapatos de Gilberto.
     Luego apareció la abuela Mercedes, sentada en la arena oscura de San Blas, recibiendo el oleaje y llamándolo con una mano. El gajo en la garganta se volvió tenaza que lo apretaba y no lo dejaba respirar. Y al mismo tiempo que esto le estaba ocuriendo, miró cómo el rostro de la abuela se había transformado en un pez gris plata y en una boca enorme que se abría hacia el cielo, con los ojos más grandes jamás vistos. No podía mover los pies y no podía respirar.
     “¡Papá… Luis no quiere dejarme pasar!”, gritó Rebeca.
     “¡No es cierto! Sólo quiere quitarnos de jugar”, defendió Gilberto.
     Julián estaba detrás del filo retinto de la cortina, viendo cómo Rebeca había atrapado a Sombra y permanecía en medio del jardín. Luis estaba junto a ella con la pelota debajo del tenis azul, mientras Gilberto esperaba la continuación del juego. Ambos con la cara empapada de sudor. Agitados. Con la piel enrojecida.
     En un momento determinado, fueron las manos de la tía Concha las que sacaron a Julián del pozo negro en que había caído sobre las espumantes aguas del mar Pacífico. Desde entonces el mar, al mismo tiempo que lo había colmado de ansiedad, le había llevado a conocer la angustia de morir ahogado.  
     Todavía resonaban en sus orejas las palabras de la tía Concha que le decían que no fuera miedoso, que no lo habían llevado para que se quedara allí parado como idiota. Luego vio la cara de la abuela, quien había recuperado el rostro de todos los días. Todavía hasta esa mañana podía recordar claramente la risa de ambas. Supo entonces que habían estado burlándose de él.
   Otro día la abuela Mercedes lo tomó de una mano y lo condujo hasta que el agua llegara a su cintura. “No temas”, le susurró. “Estoy aquí contigo”. Tras el zarandeo que le provocaban las olas, seguía la sensación de abandono, de soledad absoluta. Aunque allí estaba la abuela vigilante, el mar era una realidad que negaba cualquier cuidado especial. “Si dios existe”, pensó Julián, “debe ser mucho más grande y poderoso que este mar”.
     Los niños dejaron a Rebeca en el centro del jardín y se introdujeron en la casa. Luego de esto, la niña soltó a Sombra. La perrita corrió hacia donde había quedado la pelota. Julián abandonó la ventana y fue a buscar a Chopin en el mueble de los CD. 
     Oyendo el Concierto No. 1 para piano y orquesta, volvería a recuperar el aire que había empezado a faltarle por el recuerdo de aquellas horas.

2 comentarios:

  1. Wow, comprendí perfectamente los tiempos... cosa que :( me cuesta tanto trabajo controlar cuando escribo. Me gustó muchísimo, pensé que moriría cuando de pronto me di cuenta que solo era un recuerdo. Muy bueno como siempre, te aconsejo a poner tus relatos en papel y publicarlos ;)

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  2. Gracias, Yarit. Tus palabras impulsan.

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Gracias por asomarte a este blog de instantes

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